7. El GOBIERNO ROJO VISTO ENTRE
BASTIDORES
En la estepa de Rusia
Como ya referí anteriormente, y -en
relación con mi visita al Ministro de Hacienda, Negrín, con motivo del acuerdo
comercial con Noruega y también del caso La Cierva-, a los tres días de mi visita
recibía un telegrama de Oslo, a tenor del cual Álvarez del Vayo, se había quejado
al Ministerio en Oslo, por conducto del Consulado General de España en Ginebra,
en el que me denunciaba por haber extendido un pasaporte noruego a un español
denominado La Cierva y, además, que, según un telegrama de Moscú a la prensa
londinense, se me acusaba de procurar pasaportes falsos a los fascistas
españoles, con el fin de facilitarles la huida.
Ante semejante acusación, contesté a Oslo en los siguientes términos: que la queja del Ministro era injustificada. Yo había expedido dos pasaportes noruegos con destino a las siguientes personas... y un salvoconducto para el abogado de la Embajada. Todo ello no era más que una intriga del Embajador de Rusia, que quería reprimir mi lucha dentro del Cuerpo Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la República.
El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de Negocios de Noruega a San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad conmigo.
Ante semejante acusación, contesté a Oslo en los siguientes términos: que la queja del Ministro era injustificada. Yo había expedido dos pasaportes noruegos con destino a las siguientes personas... y un salvoconducto para el abogado de la Embajada. Todo ello no era más que una intriga del Embajador de Rusia, que quería reprimir mi lucha dentro del Cuerpo Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la República.
El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de Negocios de Noruega a San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad conmigo.
El Ministro de Noruega se tranquilizó
con dicho telegrama y con el del Cuerpo Diplomático. Pero Álvarez del Vayo
continuaba su labor subterránea aunque, de momento, sin conseguir su propósito.
Unos días antes, el Encargado de
Negocios de una potencia europea hizo una visita al recién nombrado Embajador
ruso, Rosenberg. Una de las primeras preguntas que éste le hizo fue la referente
a mi nacionalidad; la respuesta fue evasiva pero Rosenberg con expresión
marcadamente enérgica replicó: "Ce Monsieur gêne le Gouvernement"
(este señor le resulta incómodo al Gobierno). ¡Consecuencia de ello fue el
telegrama que Moscú cursó a Londres!
Quería a ojos vista, hacerme saber que yo había incurrido en lo que él estimaba contravenir la "soberanía" de su arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto. Pero no le sirvió de nada. Algún tiempo después se presentó en una de nuestras sesiones diplomáticas el propio Rosenberg.
Había intentado ante Álvarez del Vayo quitarle importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros informes o comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no integrábamos el Cuerpo
Quería a ojos vista, hacerme saber que yo había incurrido en lo que él estimaba contravenir la "soberanía" de su arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto. Pero no le sirvió de nada. Algún tiempo después se presentó en una de nuestras sesiones diplomáticas el propio Rosenberg.
Había intentado ante Álvarez del Vayo quitarle importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros informes o comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no integrábamos el Cuerpo
Diplomático, porque había miembros importantes del
mismo que no participaban en nuestras resoluciones. A eso, se le contestó, que
nosotros, a unos señores que no se habían sometido a ninguna de las
formalidades habituales, tales como comunicar su existencia al Decano, visitar
al mismo y a los demás miembros, etc. no podíamos contarles como pertenecientes
al Cuerpo.
Rosenberg, ante esta imputación intentó
a continuación salvar tan justificado obstáculo, e hizo algunas visitas
formales y asistió a una Junta. A pesar de la cortés bienvenida que le dispensó
el Decano, la acogida que se le hizo, fue extremadamente fría.
Se sentía visiblemente incómodo. Su figura enjuta, su fuerte joroba, sus largos dedos huesudos le daban un aspecto que hacía recordar a las arañas. Se habían traído a un intérprete, porque en las sesiones se hablaba, sobre todo, en español.
Tomaba a menudo la palabra, para en un francés asombrosamente ágil, intentar reducir "ad absurdum" todas nuestras propuestas. Sin embargo, no tenía escogidos sus argumentos con la habilidad suficiente y en la discusión sufrió una derrota total.
También yo tomé parte en la misma, a saber en francés, para ahorrarle el intérprete, cargando principalmente el acento en demostrar que entre el gobierno y los asesinos existía seguramente acuerdo.
Se sentía visiblemente incómodo. Su figura enjuta, su fuerte joroba, sus largos dedos huesudos le daban un aspecto que hacía recordar a las arañas. Se habían traído a un intérprete, porque en las sesiones se hablaba, sobre todo, en español.
Tomaba a menudo la palabra, para en un francés asombrosamente ágil, intentar reducir "ad absurdum" todas nuestras propuestas. Sin embargo, no tenía escogidos sus argumentos con la habilidad suficiente y en la discusión sufrió una derrota total.
También yo tomé parte en la misma, a saber en francés, para ahorrarle el intérprete, cargando principalmente el acento en demostrar que entre el gobierno y los asesinos existía seguramente acuerdo.
Rosenberg no volvió a molestarnos con su
presencia en posteriores reuniones.
Aquí merece especial mención una
entrevista celebrada en los primeros días de octubre con el representante de un
país centroamericano, que por su tendencia política, se hallaba muy próximo al Gobierno
rojo.
En una conversación entre colegas, acerca de todas las posibles cuestiones que podían afectar al Cuerpo Diplomático, dicho señor mencionó que la víspera había conseguido echar un vistazo al convenio que tenía que firmar Largo Caballero con Rusia para comprar su ayuda, y dijo lo siguiente: "Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía".
En una conversación entre colegas, acerca de todas las posibles cuestiones que podían afectar al Cuerpo Diplomático, dicho señor mencionó que la víspera había conseguido echar un vistazo al convenio que tenía que firmar Largo Caballero con Rusia para comprar su ayuda, y dijo lo siguiente: "Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía".
Para mayor asentimiento transcribo la
descripción de un diplomático esta vez sudamericano, donde se desprende hasta
qué punto tales relaciones de "esclavitud" influían incluso en las
formas externas de relación. Me contó su visita oficial al Presidente del
Consejo de Ministros, Largo Caballero: "Estaba yo, sentado, de
conversación con el Presidente, en su despacho, de repente, se abrió la puerta,
sin previo aviso, y entró un hombre con el gabán puesto y el sombrero hongo
echado para atrás. Nos echó un vistazo y se sentó en un sillón sin pronunciar
una palabra ni hacer el menos saludo, con el abrigo puesto y el sombrero en el
cogote. Se sacó un periódico del bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la
boca abierta. ¡Se trataba de Rosenberg, Embajador de Rusia!".
Miaja, el héroe
Puedo contar un caso semejante, con
referencia al ya conocido General Miaja. Con frecuencia me preguntan lo que
pienso de este personaje. Sí que podría referir algunos acontecimientos o incidentes
que arrojarían cierta luz sobre el mismo y podrían ser sintomáticos. Vaya por
delante el que la parte principal de su carrera la hizo al mando de una región
militar, concretamente en Segovia donde estuvo durante años. Tuve que ver con
él oficialmente en distintas ocasiones. Nunca sacamos nada limpio. Como le
conocía prefería acudir directamente a sus ayudantes o jefes de su Estado
Mayor.
En otro lugar de este libro se halla el
informe de nuestra visita del trágico día siete de noviembre. Miaja no sabía
nada y no hizo nada. Asimismo, en otro lugar, puede leerse su intervención al producirse
la ocupación de la Embajada Alemana. Miaja se replegó cobardemente ante los
jóvenes de la policía socialista y faltó a su palabra.
Más adelante, en enero, fui una mañana a
verle con el fin de solicitar su ayuda para la salida de España del padre de
Ricardo de la Cierva, Ministro que fue durante años del Partido Conservador.
Entonces todavía salía diariamente el
avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer llegar al anciano, con un
acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de Madrid, para que pudiera tomar
el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de la España central y era
Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por tanto, indiscutiblemente el
hombre más poderoso de la ciudad, era también desde hacía mucho tiempo, amigo
íntimo del hermano de La Cierva, aparte de que naturalmente, conocía también a
éste como último Ministro de la Guerra que fue en tiempos de la Monarquía. Le
pedí, por tanto, que diera un Pasaporte a La Cierva y le hiciera llegar al
avión. Me miró a través de sus gafas y me dijo: "Me guardaré de dar un
pasaporte a La Cierva. Es demasiado peligroso para mí. Si en Barajas lo
reconoce un miliciano lo mata sin más. Por lo demás, no tendría nada que
objetar puesto que ya no puede hacer más daño, dijo refiriéndose al miliciano.
Pero sólo le daría pasaporte falso si se afeitara y se vistiera de tal modo que
no lo pudieran reconocer. Y aún en ese caso, no garantizo nada, tendrá que correr
el riesgo solo. Si en el aeropuerto alguien lo reconoce, lo mata, volvió a
repetir.
He de reconocer que mi concepto de la
autoridad, sufrió un vuelco al oír eso. Tenía frente a mí, sentado al Capital
General de Madrid y éste sentía miedo de unos milicianos del aeropuerto. El mismo
reconocía que cualquier miliciano podía más que él. Yo ya estaba harto, sobre
todo después de asistir a la escena que voy a describir, y me fui. La escena
fue esta: Miaja sentado ante su mesa de trabajo a un extremo del gran despacho
y yo a su lado. En ese momento empezamos a hablar.
Entonces al otro extremo de la estancia,
se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial,
probablemente capitán, por la edad que representa, nos mira y se dirige al
General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza
"¿Oú est un tel" (¿dónde está fulano de tal). El General balbucea:
"Il est sorti par lá" (ha salido por allí) y señala una puerta. El
ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse dirigir al General,
otra mirada, sin más palabras.
De hecho ni siquiera dijo, ¡gracias!
Por esos mismos días se trataba de
averiguar quiénes eran los jóvenes que los bolcheviques se habían llevado
recogiéndolos de las calles y obligándoles a ir a las fortificaciones para
hacerles trabajar. Se había secuestrado a un gran número de esos millares de
hombres, desaparecidos, según documentación de mucha confianza, recogida por un
mero funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio hijo había sido integrado
con ellos en casas de labor, fábricas y establecimientos similares de los
alrededores de Madrid y se los llevaban a diario a realizar trabajos de
fortificación. Nos interesaba mucho conseguir para la Cruz roja una lista de
nombres de sus secuestrados con el fin de poder informar a sus familias que,
como puede suponerse se hallaban terriblemente angustiadas.
Se entregó, por tanto, a Miaja
personalmente una carta con algunos datos precisos en cuanto a la ubicación de
esos lugares y se le pidió explicaciones y listas de nombres. Pasado algún
tiempo, contestó por escrito que la Sección de Fortificaciones le había
declarado que no existía nada acorde con el escrito. ¡Así que no se atrevían a
meter ahí sus narices!, por estar los comunistas y los anarquistas detrás de
todo aquello ¡Habría que infundir valor a Miaja! Se le invitó con sus dos ayudantes
a un buen yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó mucho! A las seis de la tarde aún
estaba él sentado a la mesa. Afortunadamente, las tropas nacionales tuvieron
aquel día la tarde libre. Se le hizo ver que en las averiguaciones positivas
que se habían hecho, algo había que no se podía ocultar, simplemente, porque su
plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor establecer quien estaba de
verdad secuestrado, y que se esperaba de él que encargara a un ayudante el descubrimiento
y aclaración de ese proceso tan enigmático, que se estaba dando, en las líneas militares
bajo su mando. Miaja lo prometió todo, pero no se vio resultado alguno. Mucho
más tarde, le dijo al Delegado de la Cruz Roja, que no se había sacado nada en
limpio.
¿Hace falta todavía alguna prueba más de
su falta de disposición para ayudar y de su fracaso? Hela aquí, la más trágica
de todas. Miaja era Ministro de la Guerra. El doce de agosto de 1936, llegaba a
una pequeña estación, justo antes de Madrid, un tren de Jaén, una de las
capitales de las provincias andaluzas. En ese tren llevaban a doscientos veinticinco hombres y mujeres de dicha ciudad
y su provincia, en calidad de rehenes, a una cárcel próxima a Madrid. Eran
personas de los mejores niveles, funcionarios, labradores importantes y
religiosos. Entre ellos iba al obispo de Jaén. Varias veces durante el viaje se
les había obligado a parar y se les había amenazado, pero siempre habían logrado
librarlos los veinticinco guardias civiles, que los conducían. Pero desde esta
pequeña estación informó el Oficial de dichos guardias, al propio Ministro de
Guerra, de que las milicias no les dejaban pasar. El Ministro de la Guerra dio
la orden de dejar pasar el tren, pero a los milicianos les tenía sin cuidado el
Ministro de la Guerra, a pesar de que nominalmente pertenecían al "Ejército".
Obligaron a los guardias a bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas
veinticinco personas allí mismo, donde quedaron muertas en una larga fila.
Antes por supuesto se les había saqueado a fondo.
No puedo resistir a la tentación de
intercalar aquí un párrafo de la carta del Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores) español a un ministro diplomático sudamericano, fechada en 14 de
agosto, o sea con dos fechas de posteridad con respecto al suceso arriba
descrito:
"Huelga expresarle la magnitud de
la indignación y el ardor de la protesta que el terrible crimen, de cuya
perpetración me informa, provocó en el Gobierno de la República, en cuyo nombre
expreso mi condolencia más sincera y cordial. Las palabras resultan en estos
casos insuficientes para reflejar el profundo dolor en el que coinciden la
representación de nuestro Estado con la de la Nación, que puede estar segura de
que por grandes que sean su indignación y su dolor por tan bárbaro crimen, no
serán mayores que los sentidos por España y su Gobierno.
Pongo en su conocimiento que comunicaré
a las autoridades competentes los detalles que me trasmite, encareciéndoles que
con la mayor rapidez posible y proponiéndose el éxito, emprendan
investigaciones policiales y las diligencias judiciales necesarias para que no
quede impune un crimen tan espantoso y expreso mi absoluta confianza en que la
acción de las autoridades cuya misión es impedir la perpetración de tales
acciones y lograr su expiación, sea tan eficaz como rápida con el fin, al
menos, que los irreparables daños causados se traduzcan en consecuencias que
restablezcan los principios eternos de la justicia y las sagradas leyes que
protegen los derechos humanos".
El escrito que antecede no se refiere,
sin embargo, al asesinato perpetrado en Madrid de los 225 rehenes, sino al de
siete hermanos de San Rafael, sudamericanos. Éstos eran enfermeros de un manicomio
de Madrid y habían viajado a Barcelona, amparados con un documento diplomático expedido
por el Ministro de la Legación de su país, para volver a su tierra. Al llegar a
Barcelona, los secuestraron y al día siguiente se les halló asesinados en el
depósito de cadáveres. Al mismo tiempo las autoridades catalanas comunicaban al
Cónsul de la nación correspondiente (que había estado esperando a los
religiosos en la estación), que no podían garantizarle su vida y, en vista de
ello, tuvo que huir.
Naturalmente, en ninguno de los dos
casos se persiguió ni se castigó a nadie. Los asesinos eran, desde luego, los
amos de la situación.
Esta carta destinada al extranjero,
unida al encubrimiento de los grandes actos de crueldad practicados en Madrid,
dan la imagen de la moralidad de un Gobierno.
El "Derecho" rojo
Pero no sólo en el ámbito de la
seguridad pública, sino simplemente en todo, el Gobierno abdicaba ante los
representantes del desorden y de la inmoralidad. Ya no se podía hablar de un
" concepto del derecho". En todo caso no se puede utilizar el
concepto normal de "Derecho" para expresar la noción que del mismo
tiene esta gente. Citemos un par de ejemplos: en septiembre de 1936 salió en la
"Gaceta de la República", entre otros del mismo estilo, un Decreto
del Ministro que tenía a su cargo Correos, en el que se le rehabilitaba
solemnemente a un ex funcionario del cuerpo de Correos destinándole a un alto
cargo para el que reunía condiciones especiales, en función del injusto proceder
de la administración anterior que le expulsó de la Asociación de Funcionarios,
como reparación haber sido destituido por culpa de unas
"miserables" pesetas. El motivo que obligó a la administración a
condenar a este "señor", tras el proceso con arreglo al procedimiento
judicial ordinario, fue por malversación de fondos públicos. Cuando el propio
Estado y los que lo apoyan practican el robo y lo califican como "de
derecho natural", y el único reproche que cabe hacerle es que robó sólo
“unas miserables pesetillas” resulta totalmente lógico que fuera premiado por
su "honorable comportamiento".
Otra "perla del Derecho". El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía, requirió de todos los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta; "caso de no acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de propiedad con respecto a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho al Ayuntamiento". Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de Asuntos Exteriores, dejando a su buen criterio su incorporación al futuro "Corpus Juris" de la República venidera. También se la envié a título de ejemplo al Gobierno noruego.
Otra "perla del Derecho". El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía, requirió de todos los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta; "caso de no acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de propiedad con respecto a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho al Ayuntamiento". Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de Asuntos Exteriores, dejando a su buen criterio su incorporación al futuro "Corpus Juris" de la República venidera. También se la envié a título de ejemplo al Gobierno noruego.
8. LA LIBERACIÓN DE LOS REFUGIADOS
Los refugiados en la Embajada de
Alemania
A mediados de noviembre de 1936, el
Reich alemán rompió sus relaciones con la España roja, y trasladó su
representación a la España nacional. El personal de la Embajada ya se había
trasladado unas semanas antes a Alicante y allí estaba protegido por los barcos
alemanes. Pero el edificio de la Embajada alemana en Madrid continuaba
utilizándose. En él se hallaban unos cuantos alemanes y un número mayor de
refugiados españoles que se habían acogido a la protección de la bandera alemana.
Hacia ya semanas que llevaba estacionado día y noche delante de la puerta un
camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al acecho de algunas personalidades
refugiadas para ver la manera de hacerse con ellas.
Había asumido la protección de los
refugiados de nacionalidad alemana el Embajador de Chile, en su calidad de
Decano del Cuerpo Diplomático. El 23 de noviembre por la mañana temprano, recibió una nota en la que se
le daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos el edificio
de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para tratar de la
salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó la distribución,
tanto de españoles como de alemanes, entre otras representaciones diplomáticas
y, al día siguiente, acordamos ira recogerlos.
El Embajador tendría que procurarse
garantías para nuestra seguridad durante la operación que, vista la
"disposición" reinante, era bastante peligrosa. También tendría que
fijarse de modo inequívoco, el plazo en el que ésta tenía que ejecutarse ya que
la expresión "dentro de 24 horas" no resultaba lo suficientemente
fiable.
El Embajador se fue a ver al General
Miaja, autoridad suprema en Madrid. Éste prometió toda clase de facilidades.
Entregó al Embajador una carta en la que confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía
transportar a los internados en la Embajada de Alemania y que se pondría ante
la misma, la dotación policial necesaria para proteger la realización del
transporte, ante cualquier riesgo. El plazo expiraría a la una de la tarde, 24
horas después del convenio concertado con Miaja.
Nosotros nos citamos para las ocho de la
mañana en la Embajada, llevando nuestros coches; también el Embajador de Chile
quería estar personalmente presente para hacerse cargo de su cupo de
refugiados.
A las ocho en punto me personé con dos
coches. Ya había toda una serie de autos de diplomáticos.
El Embajador no pudo acudir porque se
encontraba indispuesto. Delante de la finca, en la Castellana, había gran
número de tipos armados; no se podía saber si policías o milicianos, unos y otros
iban igual de desastrados en cuanto al atuendo. En la mayoría de los casos el
uniforme consistía en el habitual mono azul de trabajo con correaje de cuero;
del cinturón pendía la pistola; parte de ellos llevaban fusil al hombro. La
mayoría eran jóvenes, su aspecto no inspiraba confianza.
Cuantos pasaban por ser guardias de
asalto o milicianos eran, sin duda elementos recién admitidos, sin selección alguna y aún
sin formación de ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quien los
dirigía o qué clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos
presentó nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena
costumbre bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.
En el jardín había ya cierto número de
refugiados dando vueltas, esperando con impaciencia que se les llevara de nuevo
a lugar seguro. Se hallaban comprensiblemente excitados por la terrible proximidad
de la policía hostil. Yo introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me
marché el primero y giré a la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros
ángeles de la guarda contemplaban el coche asombrados, pero éste, entretanto ya
se había ido. A la velocidad del rayo, me dirigí a casa, es decir a la
Legación, al otro extremo de la Castellana, descargué allí a los tres nuevos,
se los entregue a los antiguos y regresé enseguida a la Embajada.
La gran avenida llamada Paseo de la
Castellana, al principio de la cual se hallaba situada la Embajada tiene una
amplia calzada central, con dos andenes anchos y ajardinados para peatones a derecha
e izquierda, respectivamente, y al otro lado de cada uno de ellos otra parte
empedrada para los tranvías y el resto del tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi
que había un atasco en la parte de tráfico rodado de la derecha, frente a la
Embajada. Exacto: en la esquina con la bocacalle, los policías habían mandado
parar el coche mejicano que venía detrás del mío y habían pedido la documentación
de los que iban en él. Otros cinco coches, cargados con refugiados que habían
de ser transportados a otras Legaciones, salieron entretanto y estaban allí en
fila, detrás del primero. Se estaba desarrollando un violento duelo verbal
entre el funcionario mejicano del primer coche y los policías. Éstos estaban
muy excitados. La atmósfera se iba haciendo cada vez más densa y la situación
se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de nacionalidad alemana también, estaba
subido al estribo en medio de los policías y trataba de suavizar la situación.
Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya varias veces había probado con
éxito, para imponer mi opinión en esa "banda sonora" de palabras
fuertes. Como siempre, se encogieron ante tamaña osadía. Tuve suerte; entre ellos
había por casualidad un policía de los antiguos. También él se sintió osado y
gritó: “¡Este señor tiene razón, estáis locos, deteniendo coches diplomáticos,
no tenemos derecho a hacerlo, lo que pasa es que estos novatos no lo
saben!" Aproveché el momento y le grité al chófer mejicano "¡Adelante!"
Éste arrancó y los otros cinco detrás, antes de que los demás volvieran en sí
de su sorpresa. Gracias a Dios, por de pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados
fuera de peligro.
Regresamos, otra vez, a la Embajada que
estaba próxima; la Policía se había situado en la esquina de la derecha.
Mientras tanto salió por la puerta otro coche, el chileno; giró astutamente a
la izquierda, en lugar de a la derecha y así pudo alcanzar la otra calle, sin
impedimento alguno.
En el jardín de la Embajada había aún
varios coches, y entre ellos, los dos míos, listos ya, con otros siete hombres
dentro. La atmósfera estaba ahora ya muy cargada. Fuera la "piara"
con pistolas y fusiles, ya abiertamente hostiles. Por precaución, cerramos la
puerta de hierro. ¡Vaya, quizás aún salgamos adelante. Hay que intentarlo!
Entonces me acordé de las hermosas pistolas y granadas que estaban allí y que
en caso necesario bien podría utilizar en mi delegación. Dentro de unas horas,
me dije, estarán sin más en manos de esa panda. ¡O sea que para adentro! Fui al
cuarto donde estaban las cosas preparadas para su entrega o para utilizarlas,
eso todavía no se sabe. Cogí cierto número de pistolas, municiones, y una caja
de granadas de mano y las metí en mi coche. Así por lo menos para algo
servirían, si es que se salía adelante.
Mi colega y compatriota dijo entonces
"Schlayer, salga Ud. el primero”; Tenía otra vez a tres
hombres en el coche, me senté en el
asiento de delante, al lado del conductor. “¡Gira enseguida a la izquierda y
echa a correr como un diablo!” Entonces mandé que abrieran el portón de repente
y salí, rozándolo para afuera. Doblamos a la izquierda. Me esperaban a la
derecha. Se levantó un gran griterío. Sonaron unos tiros. Hicieron varios
agujeros en el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie. Sin embargo,
tres de aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos y agitaban sus
pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno de ellos había
abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a través de la
ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que detenerse,
la cosa se ponía demasiado peligrosa.
Intenté empujar hacia abajo al fulano que
mantenía su pistola debajo de mis narices, porque no dejaba la puerta libre.
Pero, entretanto, los del otro lado habían abierto la puerta y separado brutalmente
a dos compañeros que querían sujetarla despidiendo hacia fuera a los tres
hombres.
Como una jauría de perros se tiraron al
coche. Por suerte en mi segundo coche que iba detrás donde llevaba el
cargamento que me podía comprometer seriamente pudo escapar a toda marcha a la Legación
de Noruega, donde descargó.
Como pude, regresé a la Embajada alemana
pero a los tres hombres que habían sacado de mi coche, se los llevaron a la
Dirección General, que estaba cerca.
Ante el portalón de la Embajada había
llegado ahora el Jefe de la Policía de Madrid, un joven de la Juventud
Socialista Unificada, un ser nada recomendable; como ocurría con todo los de
dicha organización, que ya no era socialista sino puramente comunista. Nos
quejamos a él de la actitud de la así llamada Policía que, en lugar de
ofrecernos protección, nos había
agredido. Hicimos valer el escrito de Miaja en el que nos garantizaba plena libertad actuación, lo cual
no se había cumplido. El arguyó que esa libertad de actuación no podía
referirse a los ocupantes españoles de la Embajada alemana porque este servicio
estaba dentro de su prescripción. Nos fuimos a ver a Miaja, con el colega
polaco, conde Kosziebrodsky, y con el yugoslavo, para pedirle que hiciera
respetar lo convenido por él. Hablamos en primer lugar con el Coronel, Jefe de
su Estado Mayor. Este trató el asunto con el General, y se puso enseguida a
nuestra disposición para acompañarnos a
la Embajada y darle una lección a ese joven policía. Pero una vez allí, nuestro
buen Coronel se vino abajo.
Adoptó el argumento del jovencito, según
el cual los "ocupantes de la Embajada" que podíamos llevarnos no
podían ser más que los de nacionalidad alemana. Los súbditos españoles le correspondían
a él. En vano insistimos: en el clarísimo texto original del convenio nada
había que se pudiera interpretar de modo distinto. Se refería a los ocupantes, sin ninguna excepción y esto lo tenía
Miaja muy claro al redactar el texto. El joven policía se mantenía, con una
terquedad que parecía aprendida de Largo Caballero, (el único mérito que le
había llevado a tan alto puesto era el haber pertenecido con anterioridad a la
guardia personal de Largo Caballero) en su unilateral interpretación, y el
Coronel retrocedió vergonzosamente. La "escolta de protección" que
nos había prometido Miaja se había cambiado en "tropa de ataque".
No nos conformamos con los argumentos
del Jefe de la Policía y nos dirigimos al Embajador de Chile, en su calidad de
Decano, para hacer valer nuestro bien documentado derecho. El embajador telefoneó
a Miaja que, ahora, de repente argüía, no saber que en la Embajada de Alemania
hubiera acogidos que no fueran alemanes, y se remitía al Gobierno. Con lo dicho
capitulaba de manera ignominiosa ante su subordinado, el aprendiz de policía,
ya que conocía de sobra la orden, según la cual, desde hacía ya semanas, tenía
que haber, día y noche, frente a la Embajada alemana, un fuerte destacamento de
policía en un coche, para impedir la salida de la finca de determinadas personalidades
españolas allí refugiadas, acogidas al derecho de asilo. El Embajador telefoneó
en nuestra presencia, a Valencia y habló con Álvarez del Vayo y con Largo Caballero. Dado que se trataba de una cuestión
jurídica trascendental del derecho de asilo, exigíamos, ante todo, la prolongación
del plazo fijado, con el fin de tener tiempo para reflexionar antes de proceder
a negociar. Álvarez del Vayo, rechazó la propuesta con pretextos, Largo
Caballero con grosería.
Declaró sin rodeos que quien tuviera la
nacionalidad española y estuviese en la Embajada quedaría detenido. Ante tal
infidelidad a la palabra dada y contra semejante violencia nada podíamos hacer.
Y era casi la una, hora en que
finalizaba el plazo impuesto, cuando regresamos a la Embajada alemana sin haber
podido conseguir nada para los cuarenta y cinco españoles restantes. El portón estaba
cerrado, la Policía se hallaba ya delante del mismo, formada en orden de
combate dispuesta al asalto. Se procedió entonces a sacar a los alemanes que
aún estaban dentro y, tras examinar sus papeles, la guardia los dejó pasar; se
los llevaron a otra Legación. Dos de los alemanes se quedaron voluntariamente
dentro y se entregaron a la policía española. A la 1’15 estaba yo todavía solo
en el jardín de la Embajada. Los refugiados españoles se habían retirado al
interior de la casa, amedrentados, ya que no podían prever el trato que les
esperaba. La finca quedó como muerta; fuera estaba la Policía dispuesta al
ataque. Entonces entró el que mandaba la tropa policial, que era un
Capitán y me explicó que yo tenía que
salir ahora de la Embajada ya que había recibido la orden de tomarla por asalto a la
una y entonces me tendría que considerar como perteneciente a la misma.
Apenas salí fuera de la Embajada cuando
la policía penetraba con las pistolas, ya sin seguro, y con los rostros en
fuerte tensión para lanzarse sobre la casa. Sin duda esperaban resistencia.
Afortunadamente ésta no se dio y todo
transcurrió pacíficamente. Prendieron a los acogidos, los llevaron a cárceles,
donde estuvieron durante meses. Más adelante, sin embargo, recobraron todos su
libertad.
Pero unos días después, recibí por mediación
de una Embajada amiga, un telegrama del Ministerio noruego en el que se me
comunicaba que el Gobierno de Valencia me había acusado como "persona no
grata" y que se esperaba, por tanto, mi petición de renunciar a mis cargos
de Encargado de Negocios y de Cónsul. Mi actuación con referencia a los
razonamientos y disputas entre el Cuerpo Diplomático y el Gobierno con relación
a los hechos ocurridos en la Embajada alemana, a pesar de contar siempre con la
conformidad de los demás diplomáticos, tenía, por lo visto, que servir de pretexto
para que se produjera mi alejamiento,
deseado con vehemencia, desde hacía mucho tiempo, por Álvarez del Vayo.
No podía yo, empero, abandonar mi
puesto. No estaba decidido, en modo alguno a dejar a su suerte a las seiscientas
personas que en aquel momento estaban refugiadas en la Legación. Tal destino en
este caso equivaldría, más o menos, a que el Gobierno de Valencia se
aprovechara, sin duda alguna, de la vacante dejada por mí para apoderarse de
esos refugiados, tal como ya varias veces, lo había intentado. Apelé por tanto,
en interés de esas gentes necesitadas, de protección, al Cuerpo Diplomático, a
cuya intervención se debió que el Gobierno Noruego diera una solución al
asunto, que hacía posible mi permanencia al frente de la Legación de Madrid.
Así sufrió Álvarez del Vayo el segundo desaire.
Difícil situación del Cuerpo
Diplomático
A finales de diciembre, el Gobierno
noruego envió a un Secretario de Embajada, en calidad de Encargado de Negocios,
ante el Gobierno de Valencia. Yo permanecí en Madrid ejerciendo las demás
funciones que había desempeñado hasta la fecha.
Se produjo entonces de momento, una
situación muy peligrosa, que duró unas cuantas semanas, porque el nuevo
Encargado de Negocios en Valencia declaró públicamente que el Gobierno noruego
nada tenía que ver con los refugiados en la residencia del ex Ministro de la
Legación de Noruega; esa era una iniciativa privada mía. Se podía presentir que
el Gobierno de Valencia, aprovechara esa falta de protección, para "limpiar"
la Legación.
Lo que únicamente detuvo al Gobierno fue
la alta consideración de que gozaba la Legación de Noruega en todo Madrid, su
conducta absolutamente correcta y la ausencia de todo reproche con respecto a
la misma. Sólo al cabo de algunas semanas pude recoger por escrito una
clarificación al respecto. El Gobierno noruego ratificaba su solidaridad con la
Legación de Madrid e insistía en el derecho al respeto más absoluto de la extraterritorialidad correspondiente. Tal fue
la base de una colaboración con el Encargado
de Negocios en Valencia para iniciar la gestión de la evacuación de algunos
refugiados acogidos al derecho de asilo, en nuestra Legación.
Es muy lamentable que el espíritu de
solidaridad que, en los primeros meses animaba
unánimemente al Cuerpo Diplomático, no
se mantuviera con la fuerza suficiente para resolver, también conjuntamente, la
cuestión de la evacuación de los miles de acogidos al derecho de asilo.
El Gobierno consiguió introducir la
división de opiniones al respecto, entre los representantes de los distintos
Estados, y el resultado fue que algunos consiguieran sacar a sus acogidos al
extranjero y otros tuvieran que seguir albergando a los suyos, durante más de
un año. Con un decidido "todos a una" tal como propugnábamos varios
de entre nosotros en diciembre de 1936, se hubiera evitado tan mala situación y
se hubiera salvado, sin duda, con mucho tiempo, a todos los refugiados. Después
de las negociaciones del mes de enero en Ginebra, el Gobierno mostró en un
principio, una complacencia, que se debilitó más adelante, debido a que, en
aquel entonces (principios de 1937) las organizaciones anarquistas tenían aún
la supremacía en los puertos y sólo sobre la base de pactos costosos con ellas
podía lograrse el permiso teórico del Gobierno. Como ya se ha dicho, había dos Legaciones
que conseguían la evacuación contra importantes desembolsos de dinero, que
quedaban fuera de las posibilidades de otras Legaciones. La condición, impuesta
por el Gobierno, de una conducta neutral por parte de los hombres jóvenes después de su salida de la zona roja, se
infringía en algunos casos, con lo que el gobierno apretó más las clavijas. Se
exigió entonces que los hombres cuya edad estuviera comprendida entre los
veinte y los cuarenta y cinco años, permanecieran en el Estado que los hubiera
admitido en su representación diplomática, hasta el ffinal de las hostilidades.
Sobre dicha base se produjeron
evacuaciones en serie tan pronto como las organizaciones anarquistas quedaron
dominadas por el Gobierno y ya no era necesario pagarles tributo. Para la Legación
de Noruega no era practicable, por desgracia, dicha vía, porque el Gobierno
noruego declaró terminantemente que no admitiría en el país a ninguno de los
acogidos al derecho de asilo, sin duda por motivos de política interior. Yo
propuse que consiguieran la admisión por otro país neutral de los trescientos
hombres de edades comprendidas entre los veinte y los cuarenta y cinco años que
se hallaban en la Legación con el fin de obtener del Gobierno de Valencia la
excepción correspondiente. Para facilitar al Gobierno de Noruega las
negociaciones con otros países, había yo ofrecido depositar una garantía de
750.000 ffs. a favor del país que se mostrara dispuesto a recibir a esa gente.
Tal cantidad garantizaría al país correspondiente un aval a cuenta de los
gastos que tuvieran que sufragar por los refugiados, así aceptados. Pero el
Ministerio noruego tampoco aceptó tal propuesta. A pesar de las repetidas
gestiones realizadas personalmente en el transcurso de los meses de abril a
junio en Valencia para obtener la tan urgente evacuación de los acogidos al derecho
de asilo, todas mis iniciativas fracasaban ante dicha actitud negativa del
Gobierno noruego que me imposibilitaba presentar una contrapuesta al Gobierno
de Valencia. Este había aprobado en abril, mediante nota verbal, la evacuación
de nuestros refugiados y expresado sus condiciones
Noruega se limitó, después de mucho
tiempo a desestimar globalmente dicha nota, sin entrar en detalles ni hacer
contrapropuestas.
Poco después, volvió a cambiar
fundamentalmente la actitud del Gobierno de Valencia. Varios de los Estados que
habían evacuado gente con la condición de retener dentro de sus fronteras a los
hombres en edad militar, descuidaron este punto. Los refugiados al amparo de un
estado asiático, empezaron por no irse al mismo, sino que abandonaron el barco,
durante el viaje, para dirigirse a la España nacional. Esto fue la gota que
colmó el vaso. A partir de entonces, Valencia declaró que ya no dejaría salir
ningún hombre de edad comprendida entre los dieciocho y sesenta años.
¡Urge el intercambio!
Esto, prácticamente, significó el final
de las evacuaciones, ya que las mujeres con hijos varones en edad militar no
querían separarse de ellos; y tampoco se dejaban evacuar.
Intenté dar con alguna solución que, a
la vez, pudiera eliminar la dificultad especial existente para mi Legación.
Visité, poniendo de relieve que no se trataba de una iniciativa noruega sino estrictamente
personal mía, en primer lugar al Ministro vasco, Irujo, con el que ya había
colaborado con frecuencia y le expliqué el mal humor que la resolución del
Gobierno español tenía que provocar en todos los estados participantes, porque
trataba, nada más ni nada menos, de que pagaran justos por pecadores.
Expresé mi coincidencia con el Gobierno,
de que tras las experiencias vividas, no se le podía exigir que continuara con
los métodos empleados hasta entonces y, parecía en cambio mucho más inteligente
intentar un arreglo positivo y definitivo, que andar envenenando más y más la
situación de todos los participantes con disposiciones de carácter negativo. Si
los hombres acogidos al derecho de asilo no iban a poder salir, en absoluto de
las Legaciones, podrían ocurrir, muy fácilmente cosas que dejaran muy mal al
Gobierno ante la humanidad. Si por el contrario, se aceptaba de una vez el
punto de vista de que, en opinión del Gobierno de Valencia eran inviables las
evacuaciones de hombres en edad militar que, de todos modos, en las dos partes
estaban obligados a realizar su servicio militar, sería más razonable decidir
en consecuencia, que lo conveniente era dejarles que se fueran al lado nacional
al que ideológicamente pertenecían y exigir a cambio su sustitución por hombres
de la misma edad cuyo modo de pensar era el propio del lado rojo. Resumiendo,
lo que proponía era un canje entre los hombres acogidos a las representaciones diplomáticas a cambio del
número correspondiente de hombres de la misma edad que estuvieran en zona
nacional, y quisieran pasar a la zona roja, con el fin de que tanto unos como
otros pudieran actuar en el lado que les correspondía, de acuerdo con sus
ideales.
Esta propuesta le pareció a Irujo nueva
y recomendable; me prometió transmitírsela al Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores) para después seguir tratando la cuestión conmigo. El Ministro,
Giral, me mandó llamar efectivamente en los días que siguieron y me dijo que
Irujo le había comunicado detalladamente mi propuesta que él, personalmente,
creía interesante; pero tenía que presentársela al Consejo de Ministros, cosa
que prometió hacer en los próximos días. Yo también, le dije que se trataba de
una iniciativa exclusivamente mía, y de carácter personal y me ofrecí, para, si
se aceptaba la propuesta, viajar yo mismo a la otra zona para obtener de aquel
Gobierno, el asentimiento a la misma.
Visité, también, entretanto, a los
Encargados de Negocios de Inglaterra y Francia para comunicarles la acogida, aparentemente buena,
que la propuesta había tenido por parte del Gobierno, y pedirles la posible
cooperación de sus países para realizar el intercambio. Con el Encargado de
Negocios británico estudié particularmente la forma más apropiada, si se daba
el caso, de llevar a los acogidos en las Legaciones, a Valencia, para embarcar
en un vapor inglés, mientras que el número correspondiente de hombres, afines a
los rojos y dispuestos al intercambio, pasaran la frontera de Gibraltar, de
modo que el barco pudiera llevar a los "blancos" a Gibraltar y, a su
regreso, los "rojos" a Valencia.
La “Pasionaria”
Transcurridos unos días, el asunto pasó
a discusión en Consejo de Ministros. Irujo me comunicó que, al parecer, todo
los miembros, con excepción de los comunistas, estaban de acuerdo con lo dicho;
pero que sería bueno que, primero, interesara yo personalmente en el asunto a
alguno más de los Ministros y, segundo, que convenciera a los ministros
comunistas, ya que, en contra de sus votos, probablemente no podría imponerse
nada. Yo tenía reparos en visitar a los ministros comunistas a los que no conocía
y entonces, Irujo me animó a hablar con una mujer a quien llamaban la
Pasionaria, que tenía mucha influencia con respecto a ellos; su verdadero
nombre era Dolores Ibarruri, originaria de Bilbao y vasca por los cuatro
costados. Me aseguraron que, en su juventud había pertenecido a asociaciones
católicas y había ocupado puestos en sus juntas directivas.
Si eso era exacto, había cambiado mucho
desde entonces. Sus actuaciones en los mítines comunistas eran
extraordinariamente "sanguinarias" y fogosas. Así se había convertido
en la oradora más popular de la masa comunista-socialista, aficionada a las
“cosas fuertes”. Por entonces, yo nunca la había visto ni la había oído. Me
interesaba conocerla y esperaba, al mismo tiempo, convencerla con mis
razonables argumentos y ganármela para la causa del intercambio.
Al día siguiente fui a verla. Tenía un
despacho en la Central Comunista de Valencia. A la entrada había un puesto
doble de milicianos, con bayoneta calada. Anunciaron mi visita por teléfono a
la Pasionaria y me condujeron inmediatamente al piso de arriba. Una vez en la antesala,
me recibió con naturalidad amistosa, una mujer de unos cincuenta años.
Charlamos durante hora y media aproximadamente en su despacho, de todo lo que
se nos iba ocurriendo; ya que lo que de verdad me preocupaba y me había llevado
allí no salió a colación hasta que ya se hubo creado un cierto clima de
confianza. Esa mujer hacia honor a su apodo y era, en verdad, muy apasionada en
sus opiniones.
La impresión general que yo sacaba era de sinceridad y franqueza cuando abogaba por la ideología comunista y, asimismo, me parecía que sus sanguinarios discursos eran precisamente fruto de dicho apasionamiento, si bien mezclado con una dosis de demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu maternal, innato en la mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos combatientes, así como en el siguiente episodio que me contó: Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular vivían juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían de lo más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos milicianos. "No puede Ud. hacerse una idea del susto que se llevaron cuando nos vieron, y para colmo, cuando yo era una fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria!
Les expliqué que yo venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de ayuda y que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en juego en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría hacer por ellas, y miraría por ellas como una hermana. Les instalé un taller de costura en el que podían trabajar para las necesidades del Ejército. Se ganaron la vida ampliamente y gozaron de plena seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me llevé un día a tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas, apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano. Esas pobres mujeres se habían pasado la vida entre los muros de un convento y no conocían los problemas de su pueblo. Las llevé al Palacio del Duque de Alba y les hice ver el lujo que allí reinaba. Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la Duquesa con una bañera tallada en un bloque de mármol, las luces indirectas de colores y el pavimento con láminas de oro incrustadas e hice que se imaginarán que, al otro lado de la verja del parque había mujeres pobres con sus niños en brazos, temblando de ambre y de frío, Mientras la Duquesa tomaba su baño en aquella lujosa habitación. Las monjas dijeron: "¡Dios hace justicia!".
La impresión general que yo sacaba era de sinceridad y franqueza cuando abogaba por la ideología comunista y, asimismo, me parecía que sus sanguinarios discursos eran precisamente fruto de dicho apasionamiento, si bien mezclado con una dosis de demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu maternal, innato en la mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos combatientes, así como en el siguiente episodio que me contó: Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular vivían juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían de lo más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos milicianos. "No puede Ud. hacerse una idea del susto que se llevaron cuando nos vieron, y para colmo, cuando yo era una fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria!
Les expliqué que yo venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de ayuda y que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en juego en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría hacer por ellas, y miraría por ellas como una hermana. Les instalé un taller de costura en el que podían trabajar para las necesidades del Ejército. Se ganaron la vida ampliamente y gozaron de plena seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me llevé un día a tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas, apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano. Esas pobres mujeres se habían pasado la vida entre los muros de un convento y no conocían los problemas de su pueblo. Las llevé al Palacio del Duque de Alba y les hice ver el lujo que allí reinaba. Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la Duquesa con una bañera tallada en un bloque de mármol, las luces indirectas de colores y el pavimento con láminas de oro incrustadas e hice que se imaginarán que, al otro lado de la verja del parque había mujeres pobres con sus niños en brazos, temblando de ambre y de frío, Mientras la Duquesa tomaba su baño en aquella lujosa habitación. Las monjas dijeron: "¡Dios hace justicia!".
Discutí con ella a fondo el problema de
los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones y, a pesar de que,
naturalmente, no dio muestra alguna de simpatía por el tema, ya que consideraba
a los interesados como a enemigos mortales suyos, sí que comprendía las
ventajas para la causa roja, que supondría intercambiarlos por personas del
mismo sentir de ella, que estaban al otro lado, en lugar de sacrificarlos
cuando se presentara la ocasión. Por tanto, prometió recomendar a los camaradas
Ministros la aceptación de la propuesta con el resignado refrán español:
"del lobo, un pelo".
Hacia el final de la conversación, le
pregunté cómo se imaginaba ella que las dos mitades de España, separadas la una
de la otra por un odio tan abismal, pudieran vivir otra vez como sólo un pueblo
y soportarse mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento: "¡Eso es
simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de España
extermine a la otra!”. No podía, por tanto, quejarse si la parte contraria le
había aceptado la receta.
Cuando abandoné el edificio ya había
cambiado la guardia de entrada. De pronto uno de los soldados se desprendió del
arma y se acercó amablemente a saludarme. Había sido obrero mío y me expresaba
su adhesión ante sus camaradas que sonreían con simpatía.
Este episodio se completó con una carta que recibí del que había sido muchos años Maestro de taller, y que ya entonces era comunista. Ahora era Secretario General de una organización provincial comunista y se ponía como tal a mi disposición y me pedía noticias de cómo me encontraba. Esa carta redactada con toda espontaneidad con ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con el grito de "Viva el Cónsul trabajador".
Este episodio se completó con una carta que recibí del que había sido muchos años Maestro de taller, y que ya entonces era comunista. Ahora era Secretario General de una organización provincial comunista y se ponía como tal a mi disposición y me pedía noticias de cómo me encontraba. Esa carta redactada con toda espontaneidad con ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con el grito de "Viva el Cónsul trabajador".
También, en la carretera, me solía
ocurrir que me saludaran amablemente, milicianos que habían trabajado conmigo.
Con frecuencia cuando yo les preguntaba por qué andaba perseguido Fulano o Mengano
me contestaban: "Tenía obreros", a lo que yo siempre les replicaba
que eso no era ningún motivo; al contrario, cuando el patrono sabe cumplir con
su deber, los trabajadores le protegen.
Pero ante esa opinión respondían con
movimientos de cabeza provocados por el asombro. La diferencia entre el modo de
concebir las cosas los nórdicos y los meridionales es demasiado profunda. Triunfa
el sano entendimiento entre los hombres Hacía aún poco tiempo, con ocasión de
una entrevista, que le había hecho al Presidente del Consejo de Ministros,
Negrín, la misma pregunta acerca de la futura convivencia de las dos mitades de
España en conflicto.
La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor de sus propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta soviética.
La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor de sus propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta soviética.
Tengo la impresión de que Negrín,
víctima de su ambición, se hallaba en una situación que no era propiamente la
adecuada para él, persona muy sociable y vivaz, con sentido del humor, (lo cual
ya era suficiente para hacerle fundamentalmente incompatible con su entorno en
el que el exceso de bilis anulaba dicha cualidad).
Contestó a mi pregunta con su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de ambos lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con más libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta el momento había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de lo que Adolfo Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero que no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del Consejo de Ministros era como la de la noche y el día.
Contestó a mi pregunta con su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de ambos lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con más libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta el momento había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de lo que Adolfo Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero que no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del Consejo de Ministros era como la de la noche y el día.
Entretanto, continuaban en Consejo de
Ministros las negociaciones acerca del intercambio de los acogidos al derecho
de asilo en las Legaciones extranjeras. Visité también al Ministro de Defensa,
Indalecio Prieto y le expliqué mi
propuesta. Con su claro entendimiento vio enseguida las ventajas de evitar un
callejón sin salida. "No me parece mal", repetía. Aproveché la
oportunidad para acabar con otra cantinela del Ministrio de Estado respecto a esta cuestión.
El Ministerio venía exigiendo desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los
niños y los hombres ancianos acogidos, no pasaran a
países fronterizos con España, lo que
casi imposibilitaba su evacuación. El motivo que aducían era que las mencionadas
personas en esos países limítrofes harían propaganda contra el Gobierno rojo.
Hice ver a Indalecio Prieto (que
inmediatamente lo entendió) que todas esas personas, en todos los sitios adonde
llegaran, con su sola presencia ya, actuarían necesariamente de propagandistas
contra la España roja y que, por tanto, el hecho de repartirlos entre una serie
de países lejanos no significaría más
que la creación de puntos de propaganda enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera
el Gobierno, impondría, al contrario, la condición de que no pudieran ir a
ninguna parte, salvo a la otra zona nacional de España donde esa propaganda
existe ya, sin necesidad de nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se
impuso y las ulteriores evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en
Legaciones, se hicieron directamente con destino a la zona "blanca",
cosa que hasta entonces estaba severamente prohibida.
También traté de esta cuestión con el
Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, con ocasión de un encuentro en el
Ministerio de la Guerra. En primer lugar, él exigía que los acogidos en las representaciones
diplomáticas fueran entregados al Gobierno, que respondería de que no les sucediera
daño alguno. Yo repliqué que para mayor garantía se comprometieran mediante
acuerdo que no se iba a encarcelar a esas personas. Negrín opinaba que,
naturalmente, los que tuvieran que responder por algo, tendrían que ser
detenidos yo le dije entonces que si esa gente se había acogido al derecho de
asilo era precisamente, porque según el concepto que de ello tenía el actual
Gobierno, habían contraído una responsabilidad política y él (Negrín) no podía
exigir a ningún Gobierno constitucional que entregara, con destino a la cárcel,
a personas que se habían acogido confiadamente a la protección de su bandera.
Eso era precisamente lo malo, opinaba él, que no se podía aceptar esa huída, al
amparo de una bandera extranjera, sino que había que mantener la jurisdicción
española sobre los súbditos del Estado español. Yo repliqué que no queríamos resucitar
esa cuestión teórica, con frecuencia infructuosamente discutida, sino que más
bien aspirábamos a intentar una solución práctica, definitiva, aceptable por
ambas partes y ese era precisamente el intercambio. Entonces accedió,
aceptándolo como un mal menor.
Entretanto, había vuelto yo a Madrid y
no había tenido noticia de resolución alguna por parte del Consejo de
Ministros. Entonces, a fines de junio, recibí en Madrid la visita del Delegado
General del Comité internacional de la Cruz Roja, que me entregó la copia de
una carta del Ministro de Estado, en la que se requería del Comité que
presentara a los nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades
comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en
la representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se
hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya mi
propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la
obtención de la conformidad de la otra parte.
El Comité internacional se hizo cargo
del asunto, pero, por desgracia, no se acababa de lograr la ejecución de lo propuesto. Aún por
el año 1938, existían muchos miles de personas
confinadas en las representaciones diplomáticas sin que se pudiera prever si se
las podría liberar y cuándo.
Del Vayo torpedea por tercera vez El 15
de mayo de 1937 volví otra vez a Valencia para gestionar el traslado de los
acogidos en la Legación. Había tratado personalmente con Negrín, Ministro de
Hacienda, acerca de la liquidación de esa difícil negociación y quería hablar
al día siguiente con el capitán del vapor de transporte francés que se
esperaba, para fletar éste con el fin de realizar una travesía de Valencia a Marsella,
exclusivamente destinada a los acogidos "noruegos". Fue entonces
cuando me llamó el Encargado de Negocios de Noruega en Valencia a última hora
de la tarde para que fuera a verle a su despacho y me contó que Álvarez del
Vayo le había mandado llamar a las nueve de la noche, hora poco habitual en él, para que se
encontraran en el Ministerio, y le reveló que ahora tenía pruebas de que yo
conspiraba contra el Gobierno y que se había dictado contra mí, mandamiento de
prisión. El noruego preguntó si se trataba de espionaje a lo que el ministro
contestó: "no, de conspiración". El noruego quiso entonces ver las
pruebas pero el Ministro dijo que no las tenía, que estaban en el Ministerio
del Interior. Si fuera cosa de su Ministerio podría él tener intercambios con
Noruega, pero aquello procedía del Ministerio del Interior y él no podía
intervenir. Finalmente se sintió magnánimo y retrasó la detención 24 horas para
darme la oportunidad de desaparecer de España, como así dijo. Con ello quería,
sin duda, probar mi conciencia de culpabilidad. Unas semanas antes, el
Secretario General del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) le había
declarado al noruego que el señor Schlayer no debía salir con los acogidos al
derecho de asilo, sino que tendría que quedarse en España, estaba claro que
como objeto de venganza roja por mi comportamiento contrario a sus métodos
asesinos. El Encargado de Negocios noruego me aconsejó que me pusiera enseguida
en lugar seguro porque estaba convencido de que si me cogían me matarían. Pero
yo no estaba dispuesto a dejarme cazar por Álvarez del Vayo, con su mentirosa
"conspiración".
Al día siguiente, me fui, sin más
trabas, al vapor francés. Hice mis tratos con el capitán y regresé a tierra, a
exponerme a la venganza de Álvarez del Vayo. Me fui directamente al Ministerio
de la Gobernación (Interior) y solicité poder hablar con el ministro Galarza.
No estaba. Hablé con el subsecretario a quien ya conocía. No sabía nada de la
orden de detención que tenía que haber pasado por sus manos sin remedio;
preguntó a la Policía, que tampoco sabía nada. Eso tenía que ser -me dijo el
Subsecretario-, cosa del Ministro, y muy personal, de la que nadie, por lo
demás, sabía nada. Le pedí que se enterara al respecto con el Ministro cuando
volviera y que me procurara una cita con él ya que yo quería ver esas pretendidas
pruebas. Volví a él por la tarde; el Ministro sólo había estado allí unos
minutos y no había podido hablar con él. Volví, a diario, dos veces, durante
tres días al Ministerio del Interior
(Gobernación) y siempre recibí la misma respuesta, nadie sabía nada y al
Ministro no se le podía alcanzar. Al cuarto día estalló una crisis ministerial
y tanto Álvarez del Vayo como también Galarza cesaron en sus ministerios.
Después de la crisis volvió otra vez la
tranquilidad y no aparecía orden de detención alguna en ninguna parte. Toda esa
historia se la había inventado Álvarez del Vayo para intimidar al Encargado de
Negocios de Noruega. ¡Verdad es que lo consiguió!
A mediados de junio estaba yo otra vez
en Valencia para continuar las negociaciones relativas a la evacuación con el
nuevo Gobierno, aparentemente más abordable. Allí fue donde el Encargado de Negocios
de Noruega me presentó a un señor que acababa de llegar y a quien el Gobierno
de Noruega había enviado para relevarme en la dirección de la Legación de
Madrid. Al mismo tiempo se me reveló que el Gobierno noruego no podía ya
garantizarme la vida y que yo tendría que procurar acogerme a la evacuación
organizada por alguna Legación.
Resolví quedarme todavía unas semanas en
Madrid, sobre todo para ocuparme, totalmente, hasta el final de los
preparativos del transporte de los acogidos al derecho de asilo. Se obtuvo al
efecto, en Valencia, la conformidad por escrito, del Gobierno. Los hombres en
edad militar, entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años, quedaban sin
embargo excluidos. Se confeccionaron las voluminosas listas personales de los
acogidos, de quienes se trataba y se pasaron al Gobierno. A principios de
julio, habían llegado a su fin dichos preparativos. Por esos días, llegó a
Madrid, por vez primera, una orden de detención contra mí, dirigida a la Policía
de Madrid, y procedente del Ministerio de Estado. Se fundaba en las fotocopias
de una carta enviada por mí a finales de mayo a una Compañía de Seguros
extranjera por mediación del enlace diplomático de un estado europeo. En ella
explicaba yo que en las circunstancias reinantes no iba a poder pagar la prima
y pedía que se la cobraran a cuenta del importe del seguro. Tal era la conspiración", que después se
inventaron, "contra el Gobierno rojo". El pretexto era tan ridículo que
el Jefe de la Policía de Madrid, a cuyo criterio hayan dejado la ejecución de
la orden la Dirección General de Valencia, se negó a continuar y devolvió el
expediente a Valencia.
El viaje de salida y sus obstáculos
En vista de todo lo dicho mandaba la
cordura no exponerme a más persecuciones. Podía emprender viaje con la
conciencia tranquila; la evacuación estaba tan adelantada que podría quedar
realizada dentro de los dos o tres próximos meses y en el almacén de la Legación
había víveres para tres meses con destino a las 800 personas acogidas.
En la noche del 7 al 8 de julio de 1937
nos dirigimos a Valencia en el coche de otra Legación. Un secretario se encargó
de pasar el equipaje por la aduana y nosotros, mi mujer y yo, nos fuimos directamente
al vapor del Gobierno francés tan pronto como éste efectuó su llegada. Hacía
mucho calor y el vapor se hallaba junto al muelle detrás de verdaderas montañas
de patatas nuevas que se estaban pudriendo y exhalaban un hedor insoportable.
Tales patatas estaban destinadas a la exportación, privando de ellas a la
población hambrienta, y aquí se estaban echando a perder gracias a los
"buenos oficios" de la burocracia roja.
En ese vapor tenían que embarcarse
cientos de refugiados, sin embargo estos no llegaban porque la pesadez de los
trámites aduaneros y de los relacionados con los pasaportes, los retenían en el
despacho de aduana situado a unos cien metros de distancia.
De repente, cuando ya llevábamos varias
horas a bordo, me mandó llamar el Capitán. Allí me esperaban dos miembros de la
Policía secreta, al mando del guardia que tenía asignada la custodia del
Encargado de Negocios noruego y que acostumbraba a acompañarle en todos sus
pasos. Estaba, asimismo, presente el Cónsul de Francia. El capitán, dijo que
los policías venían con orden del Gobierno, de hacerme desembarcar, porque me
tenían que llevar a la Comisaría de Policía con el fin de estampar el sello de
salida en mi pasaporte. Yo repliqué que mi pasaporte diplomático noruego provisto
de un visado diplomático francés no necesitaba estampilla de ninguna clase de
la Policía española, como muy bien tenía que saberlo el Cónsul de Francia. Toda
esa historia no era más que un burdo pretexto para apoderarse de mí y poderme
arrastrar de la Comisaría a la cárcel. Yo esperaba que los funcionarios
franceses, al pisar como estábamos pisando, suelo francés, impedirían tal
atropello. Tanto el Cónsul como el Capitán se pusieron, sin embargo, a dar
voces, muy excitados, diciendo que no podían permitir que se les creara
dificultades con el Gobierno; los policías comunicaron que el Gobierno no
dejaría que embarcara la gente, ni que zarpara el buque, si no se me obligaba a
volver a tierra. Con gritos y ademanes muy excitados, exigían ambos que yo abandonara
el buque con mi mujer.
En ese preciso momento vi el auto de un
colega, Encargado de Negocios de un Estado centroeuropeo, que entraba en el
muelle. Llegaba, con documentos importantes, de Madrid. Le llamé desde el vapor y le dije que
me estaban obligando a salir del buque y que me ponía bajo su protección.
Abajo, junto a la pasarela, había toda
una serie de miembros de la policía secreta con un coche. Pero yo me monté con
mi mujer en el coche diplomático de mi colega. En cuanto a nuestro equipaje,
los policías lo colocaron en su coche policial. En los estribos del coche
diplomático se montaron cuatro policías, entre ellos el policía personal del
Encargado de Negocios noruego, que continuaba desempeñando el papel de
protagonista. Exigían que fuéramos a la Comisaría de policía. Yo me negué a
ello y ordené que me llevaran al Consulado de Noruega a ver al Encargado de
Negocios. El joven policía personal pretendía que éste no me quería ver, e
intentaba convencer al chófer de que condujera por donde le indicara. Mi
colega, entonces, indicó a su conductor que parara junto al Consulado de
Noruega y subió con mi pasaporte para pedirle al Encargado de Negocios, que interviniera.
Gracias a la enérgica actuación de mi amigo diplomático, apareció, por fin, y
trató el asunto con los policías. Éstos tuvieron que conformarse y reconocer el
pasaporte diplomático, pero exigieron que les dejaran examinar de nuevo mi
equipaje, esperando encontrar en él algún pretexto para detenerme. Practicaron
tal registro exhaustivo en presencia de ambos colegas. Los policías vieron
frustradas sus esperanzas, no había asidero posible que sirviera de pretexto y,
rechinando los dientes, tuvieron que dejarnos de nuevo en el vapor. Entretanto
ya habían embarcado y quedaban "estibados" seiscientos cincuenta
"fugitivos".
Mi mujer me había acompañado con
serenidad y valentía en este arriesgado trance y durante el registro el
equipaje, había sabido hablar a esos hombres, apelando de modo tan conmovedor a
su conciencia, que el cabecilla de ellos
terminó pidiéndome, cuando todavía estaba a bordo de vapor, que le permitiera
despedirse de ella, lo cual hizo, pidiéndole disculpas y besándole la mano.
Pasados unos días, los policías
aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse
de mí, "no hubiera durado ni cinco minutos". Se trataba de la misma
brigada "de servicio especial" que había asesinado al belga
Borchgrave.
Al empezar a oscurecer, el barco
abandonó finalmente Valencia; vimos, sin lamentarnos, como desaparecía en el
crepúsculo.
Finalizaba para nosotros la pesadilla
roja.