jueves, 6 de diciembre de 2012

El final de la pesadilla



7. El GOBIERNO ROJO VISTO ENTRE BASTIDORES

En la estepa de Rusia
Como ya referí anteriormente, y -en relación con mi visita al Ministro de Hacienda, Negrín, con motivo del acuerdo comercial con Noruega y también del caso La Cierva-, a los tres días de mi visita recibía un telegrama de Oslo, a tenor del cual Álvarez del Vayo, se había quejado al Ministerio en Oslo, por conducto del Consulado General de España en Ginebra, en el que me denunciaba por haber extendido un pasaporte noruego a un español denominado La Cierva y, además, que, según un telegrama de Moscú a la prensa londinense, se me acusaba de procurar pasaportes falsos a los fascistas españoles, con el fin de facilitarles la huida.
Ante semejante acusación, contesté a Oslo en los siguientes términos: que la queja del Ministro era injustificada. Yo había expedido dos pasaportes noruegos con destino a las siguientes personas... y un salvoconducto para el abogado de la Embajada. Todo ello no era más que una intriga del Embajador de Rusia, que quería  reprimir mi lucha dentro del Cuerpo Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la República.
El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de Negocios de Noruega a San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad conmigo.
El Ministro de Noruega se tranquilizó con dicho telegrama y con el del Cuerpo Diplomático. Pero Álvarez del Vayo continuaba su labor subterránea aunque, de momento, sin conseguir su propósito.
Unos días antes, el Encargado de Negocios de una potencia europea hizo una visita al recién nombrado Embajador ruso, Rosenberg. Una de las primeras preguntas que éste le hizo fue la referente a mi nacionalidad; la respuesta fue evasiva pero Rosenberg con expresión marcadamente enérgica replicó: "Ce Monsieur gêne le Gouvernement" (este señor le resulta incómodo al Gobierno). ¡Consecuencia de ello fue el telegrama que Moscú cursó a Londres! 
Quería a ojos vista, hacerme saber que yo había incurrido en lo que él estimaba contravenir la "soberanía" de su arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto. Pero no le sirvió de nada. Algún tiempo después se presentó en una de nuestras sesiones diplomáticas el propio Rosenberg.
Había intentado ante Álvarez del Vayo quitarle importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros informes o comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no integrábamos el Cuerpo
Diplomático, porque había miembros importantes del mismo que no participaban en nuestras resoluciones. A eso, se le contestó, que nosotros, a unos señores que no se habían sometido a ninguna de las formalidades habituales, tales como comunicar su existencia al Decano, visitar al mismo y a los demás miembros, etc. no podíamos contarles como pertenecientes al Cuerpo.
Rosenberg, ante esta imputación intentó a continuación salvar tan justificado obstáculo, e hizo algunas visitas formales y asistió a una Junta. A pesar de la cortés bienvenida que le dispensó el Decano, la acogida que se le hizo, fue extremadamente fría.
Se sentía visiblemente incómodo. Su figura enjuta, su fuerte joroba, sus largos dedos huesudos le daban un aspecto que hacía recordar a las arañas. Se habían traído a un intérprete, porque en las sesiones se hablaba, sobre todo, en español.
Tomaba a menudo la palabra, para en un francés asombrosamente ágil, intentar reducir "ad absurdum" todas nuestras propuestas. Sin embargo, no tenía escogidos sus argumentos con la habilidad suficiente y en la discusión sufrió una derrota total.
También yo tomé parte en la misma, a saber en francés, para ahorrarle el intérprete, cargando principalmente el acento en demostrar que entre el gobierno y los asesinos existía seguramente acuerdo.
Rosenberg no volvió a molestarnos con su presencia en posteriores reuniones.
Aquí merece especial mención una entrevista celebrada en los primeros días de octubre con el representante de un país centroamericano, que por su tendencia política, se hallaba muy próximo al Gobierno rojo.
En una conversación entre colegas, acerca de todas las posibles cuestiones que podían afectar al Cuerpo Diplomático, dicho señor mencionó que la víspera había conseguido echar un vistazo al convenio que tenía que firmar Largo Caballero con Rusia para comprar su ayuda, y dijo lo siguiente: "Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía".
Para mayor asentimiento transcribo la descripción de un diplomático esta vez sudamericano, donde se desprende hasta qué punto tales relaciones de "esclavitud" influían incluso en las formas externas de relación. Me contó su visita oficial al Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero: "Estaba yo, sentado, de conversación con el Presidente, en su despacho, de repente, se abrió la puerta, sin previo aviso, y entró un hombre con el gabán puesto y el sombrero hongo echado para atrás. Nos echó un vistazo y se sentó en un sillón sin pronunciar una palabra ni hacer el menos saludo, con el abrigo puesto y el sombrero en el cogote. Se sacó un periódico del bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la boca abierta. ¡Se trataba de Rosenberg, Embajador de Rusia!".

Miaja, el héroe
Puedo contar un caso semejante, con referencia al ya conocido General Miaja. Con frecuencia me preguntan lo que pienso de este personaje. Sí que podría referir algunos acontecimientos o incidentes que arrojarían cierta luz sobre el mismo y podrían ser sintomáticos. Vaya por delante el que la parte principal de su carrera la hizo al mando de una región militar, concretamente en Segovia donde estuvo durante años. Tuve que ver con él oficialmente en distintas ocasiones. Nunca sacamos nada limpio. Como le conocía prefería acudir directamente a sus ayudantes o jefes de su Estado Mayor.
En otro lugar de este libro se halla el informe de nuestra visita del trágico día siete de noviembre. Miaja no sabía nada y no hizo nada. Asimismo, en otro lugar, puede leerse su intervención al producirse la ocupación de la Embajada Alemana. Miaja se replegó cobardemente ante los jóvenes de la policía socialista y faltó a su palabra.
Más adelante, en enero, fui una mañana a verle con el fin de solicitar su ayuda para la salida de España del padre de Ricardo de la Cierva, Ministro que fue durante años del Partido Conservador.
Entonces todavía salía diariamente el avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer llegar al anciano, con un acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de Madrid, para que pudiera tomar el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de la España central y era Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por tanto, indiscutiblemente el hombre más poderoso de la ciudad, era también desde hacía mucho tiempo, amigo íntimo del hermano de La Cierva, aparte de que naturalmente, conocía también a éste como último Ministro de la Guerra que fue en tiempos de la Monarquía. Le pedí, por tanto, que diera un Pasaporte a La Cierva y le hiciera llegar al avión. Me miró a través de sus gafas y me dijo: "Me guardaré de dar un pasaporte a La Cierva. Es demasiado peligroso para mí. Si en Barajas lo reconoce un miliciano lo mata sin más. Por lo demás, no tendría nada que objetar puesto que ya no puede hacer más daño, dijo refiriéndose al miliciano. Pero sólo le daría pasaporte falso si se afeitara y se vistiera de tal modo que no lo pudieran reconocer. Y aún en ese caso, no garantizo nada, tendrá que correr el riesgo solo. Si en el aeropuerto alguien lo reconoce, lo mata, volvió a repetir.
He de reconocer que mi concepto de la autoridad, sufrió un vuelco al oír eso. Tenía frente a mí, sentado al Capital General de Madrid y éste sentía miedo de unos milicianos del aeropuerto. El mismo reconocía que cualquier miliciano podía más que él. Yo ya estaba harto, sobre todo después de asistir a la escena que voy a describir, y me fui. La escena fue esta: Miaja sentado ante su mesa de trabajo a un extremo del gran despacho y yo a su lado. En ese momento empezamos a hablar.
Entonces al otro extremo de la estancia, se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial, probablemente capitán, por la edad que representa, nos mira y se dirige al General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza "¿Oú est un tel" (¿dónde está fulano de tal). El General balbucea: "Il est sorti par lá" (ha salido por allí) y señala una puerta. El ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse dirigir al General, otra mirada, sin más palabras.
De hecho ni siquiera dijo, ¡gracias!
Por esos mismos días se trataba de averiguar quiénes eran los jóvenes que los bolcheviques se habían llevado recogiéndolos de las calles y obligándoles a ir a las fortificaciones para hacerles trabajar. Se había secuestrado a un gran número de esos millares de hombres, desaparecidos, según documentación de mucha confianza, recogida por un mero funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio hijo había sido integrado con ellos en casas de labor, fábricas y establecimientos similares de los alrededores de Madrid y se los llevaban a diario a realizar trabajos de fortificación. Nos interesaba mucho conseguir para la Cruz roja una lista de nombres de sus secuestrados con el fin de poder informar a sus familias que, como puede suponerse se hallaban terriblemente angustiadas.
Se entregó, por tanto, a Miaja personalmente una carta con algunos datos precisos en cuanto a la ubicación de esos lugares y se le pidió explicaciones y listas de nombres. Pasado algún tiempo, contestó por escrito que la Sección de Fortificaciones le había declarado que no existía nada acorde con el escrito. ¡Así que no se atrevían a meter ahí sus narices!, por estar los comunistas y los anarquistas detrás de todo aquello ¡Habría que infundir valor a Miaja! Se le invitó con sus dos ayudantes a un buen yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó mucho! A las seis de la tarde aún estaba él sentado a la mesa. Afortunadamente, las tropas nacionales tuvieron aquel día la tarde libre. Se le hizo ver que en las averiguaciones positivas que se habían hecho, algo había que no se podía ocultar, simplemente, porque su plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor establecer quien estaba de verdad secuestrado, y que se esperaba de él que encargara a un ayudante el descubrimiento y aclaración de ese proceso tan enigmático, que se estaba dando, en las líneas militares bajo su mando. Miaja lo prometió todo, pero no se vio resultado alguno. Mucho más tarde, le dijo al Delegado de la Cruz Roja, que no se había sacado nada en limpio.
¿Hace falta todavía alguna prueba más de su falta de disposición para ayudar y de su fracaso? Hela aquí, la más trágica de todas. Miaja era Ministro de la Guerra. El doce de agosto de 1936, llegaba a una pequeña estación, justo antes de Madrid, un tren de Jaén, una de las capitales de las provincias andaluzas. En ese tren llevaban a doscientos  veinticinco hombres y mujeres de dicha ciudad y su provincia, en calidad de rehenes, a una cárcel próxima a Madrid. Eran personas de los mejores niveles, funcionarios, labradores importantes y religiosos. Entre ellos iba al obispo de Jaén. Varias veces durante el viaje se les había obligado a parar y se les había amenazado, pero siempre habían logrado librarlos los veinticinco guardias civiles, que los conducían. Pero desde esta pequeña estación informó el Oficial de dichos guardias, al propio Ministro de Guerra, de que las milicias no les dejaban pasar. El Ministro de la Guerra dio la orden de dejar pasar el tren, pero a los milicianos les tenía sin cuidado el Ministro de la Guerra, a pesar de que nominalmente pertenecían al "Ejército". Obligaron a los guardias a bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas veinticinco personas allí mismo, donde quedaron muertas en una larga fila. Antes por supuesto se les había saqueado a fondo.
No puedo resistir a la tentación de intercalar aquí un párrafo de la carta del Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) español a un ministro diplomático sudamericano, fechada en 14 de agosto, o sea con dos fechas de posteridad con respecto al suceso arriba descrito:
"Huelga expresarle la magnitud de la indignación y el ardor de la protesta que el terrible crimen, de cuya perpetración me informa, provocó en el Gobierno de la República, en cuyo nombre expreso mi condolencia más sincera y cordial. Las palabras resultan en estos casos insuficientes para reflejar el profundo dolor en el que coinciden la representación de nuestro Estado con la de la Nación, que puede estar segura de que por grandes que sean su indignación y su dolor por tan bárbaro crimen, no serán mayores que los sentidos por España y su Gobierno.
Pongo en su conocimiento que comunicaré a las autoridades competentes los detalles que me trasmite, encareciéndoles que con la mayor rapidez posible y proponiéndose el éxito, emprendan investigaciones policiales y las diligencias judiciales necesarias para que no quede impune un crimen tan espantoso y expreso mi absoluta confianza en que la acción de las autoridades cuya misión es impedir la perpetración de tales acciones y lograr su expiación, sea tan eficaz como rápida con el fin, al menos, que los irreparables daños causados se traduzcan en consecuencias que restablezcan los principios eternos de la justicia y las sagradas leyes que protegen los derechos humanos".
El escrito que antecede no se refiere, sin embargo, al asesinato perpetrado en Madrid de los 225 rehenes, sino al de siete hermanos de San Rafael, sudamericanos. Éstos eran enfermeros de un manicomio de Madrid y habían viajado a Barcelona, amparados con un documento diplomático expedido por el Ministro de la Legación de su país, para volver a su tierra. Al llegar a Barcelona, los secuestraron y al día siguiente se les halló asesinados en el depósito de cadáveres. Al mismo tiempo las autoridades catalanas comunicaban al Cónsul de la nación correspondiente (que había estado esperando a los religiosos en la estación), que no podían garantizarle su vida y, en vista de ello, tuvo que huir.
Naturalmente, en ninguno de los dos casos se persiguió ni se castigó a nadie. Los asesinos eran, desde luego, los amos de la situación.
Esta carta destinada al extranjero, unida al encubrimiento de los grandes actos de crueldad practicados en Madrid, dan la imagen de la moralidad de un Gobierno.

El "Derecho" rojo
Pero no sólo en el ámbito de la seguridad pública, sino simplemente en todo, el Gobierno abdicaba ante los representantes del desorden y de la inmoralidad. Ya no se podía hablar de un " concepto del derecho". En todo caso no se puede utilizar el concepto normal de "Derecho" para expresar la noción que del mismo tiene esta gente. Citemos un par de ejemplos: en septiembre de 1936 salió en la "Gaceta de la República", entre otros del mismo estilo, un Decreto del Ministro que tenía a su cargo Correos, en el que se le rehabilitaba solemnemente a un ex funcionario del cuerpo de Correos destinándole a un alto cargo para el que reunía condiciones especiales, en función del injusto proceder de la administración anterior que le expulsó de la Asociación de Funcionarios, como reparación   haber sido destituido por culpa de unas "miserables" pesetas. El motivo que obligó a la administración a condenar a este "señor", tras el proceso con arreglo al procedimiento judicial ordinario, fue por malversación de fondos públicos. Cuando el propio Estado y los que lo apoyan practican el robo y lo califican como "de derecho natural", y el único reproche que cabe hacerle es que robó sólo “unas miserables pesetillas” resulta totalmente lógico que fuera premiado por su "honorable comportamiento".
Otra "perla del Derecho". El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía, requirió de todos los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta; "caso de no acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de propiedad con respecto a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho al Ayuntamiento". Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de Asuntos Exteriores, dejando a su buen criterio su incorporación al futuro "Corpus Juris" de la República venidera. También se la envié a título de ejemplo al Gobierno noruego.

8. LA LIBERACIÓN DE LOS REFUGIADOS
Los refugiados en la Embajada de Alemania
A mediados de noviembre de 1936, el Reich alemán rompió sus relaciones con la España roja, y trasladó su representación a la España nacional. El personal de la Embajada ya se había trasladado unas semanas antes a Alicante y allí estaba protegido por los barcos alemanes. Pero el edificio de la Embajada alemana en Madrid continuaba utilizándose. En él se hallaban unos cuantos alemanes y un número mayor de refugiados españoles que se habían acogido a la protección de la bandera alemana. Hacia ya semanas que llevaba estacionado día y noche delante de la puerta un camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al acecho de algunas personalidades refugiadas para ver la manera de hacerse con ellas.
Había asumido la protección de los refugiados de nacionalidad alemana el Embajador de Chile, en su calidad de Decano del Cuerpo Diplomático. El 23 de noviembre por la  mañana temprano, recibió una nota en la que se le daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos el edificio de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para tratar de la salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó la distribución, tanto de españoles como de alemanes, entre otras representaciones diplomáticas y, al día siguiente, acordamos ira recogerlos.
El Embajador tendría que procurarse garantías para nuestra seguridad durante la operación que, vista la "disposición" reinante, era bastante peligrosa. También tendría que fijarse de modo inequívoco, el plazo en el que ésta tenía que ejecutarse ya que la expresión "dentro de 24 horas" no resultaba lo suficientemente fiable.
El Embajador se fue a ver al General Miaja, autoridad suprema en Madrid. Éste prometió toda clase de facilidades. Entregó al Embajador una carta en la que confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía transportar a los internados en la Embajada de Alemania y que se pondría ante la misma, la dotación policial necesaria para proteger la realización del transporte, ante cualquier riesgo. El plazo expiraría a la una de la tarde, 24 horas después del convenio concertado con Miaja.
Nosotros nos citamos para las ocho de la mañana en la Embajada, llevando nuestros coches; también el Embajador de Chile quería estar personalmente presente para hacerse cargo de su cupo de refugiados.
A las ocho en punto me personé con dos coches. Ya había toda una serie de autos de diplomáticos.
El Embajador no pudo acudir porque se encontraba indispuesto. Delante de la finca, en la Castellana, había gran número de tipos armados; no se podía saber si policías o milicianos, unos y otros iban igual de desastrados en cuanto al atuendo. En la mayoría de los casos el uniforme consistía en el habitual mono azul de trabajo con correaje de cuero; del cinturón pendía la pistola; parte de ellos llevaban fusil al hombro. La mayoría eran jóvenes, su aspecto no inspiraba confianza.
Cuantos pasaban por ser guardias de asalto o milicianos eran, sin duda elementos  recién admitidos, sin selección alguna y aún sin formación de ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quien los dirigía o qué clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos presentó nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena costumbre bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.
En el jardín había ya cierto número de refugiados dando vueltas, esperando con impaciencia que se les llevara de nuevo a lugar seguro. Se hallaban comprensiblemente excitados por la terrible proximidad de la policía hostil. Yo introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me marché el primero y giré a la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros ángeles de la guarda contemplaban el coche asombrados, pero éste, entretanto ya se había ido. A la velocidad del rayo, me dirigí a casa, es decir a la Legación, al otro extremo de la Castellana, descargué allí a los tres nuevos, se los entregue a los antiguos y regresé enseguida a la Embajada.
La gran avenida llamada Paseo de la Castellana, al principio de la cual se hallaba situada la Embajada tiene una amplia calzada central, con dos andenes anchos y ajardinados para peatones a derecha e izquierda, respectivamente, y al otro lado de cada uno de ellos otra parte empedrada para los tranvías y el resto del tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi que había un atasco en la parte de tráfico rodado de la derecha, frente a la Embajada. Exacto: en la esquina con la bocacalle, los policías habían mandado parar el coche mejicano que venía detrás del mío y habían pedido la documentación de los que iban en él. Otros cinco coches, cargados con refugiados que habían de ser transportados a otras Legaciones, salieron entretanto y estaban allí en fila, detrás del primero. Se estaba desarrollando un violento duelo verbal entre el funcionario mejicano del primer coche y los policías. Éstos estaban muy excitados. La atmósfera se iba haciendo cada vez más densa y la situación se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de nacionalidad alemana también, estaba subido al estribo en medio de los policías y trataba de suavizar la situación. Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya varias veces había probado con éxito, para imponer mi opinión en esa "banda sonora" de palabras fuertes. Como siempre, se encogieron ante tamaña osadía. Tuve suerte; entre ellos había por casualidad un policía de los antiguos. También él se sintió osado y gritó: “¡Este señor tiene razón, estáis locos, deteniendo coches diplomáticos, no tenemos derecho a hacerlo, lo que pasa es que estos novatos no lo saben!" Aproveché el momento y le grité al chófer mejicano "¡Adelante!" Éste arrancó y los otros cinco detrás, antes de que los demás volvieran en sí de su sorpresa. Gracias a Dios, por de pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados fuera de peligro.
Regresamos, otra vez, a la Embajada que estaba próxima; la Policía se había situado en la esquina de la derecha. Mientras tanto salió por la puerta otro coche, el chileno; giró astutamente a la izquierda, en lugar de a la derecha y así pudo alcanzar la otra calle, sin impedimento alguno.
En el jardín de la Embajada había aún varios coches, y entre ellos, los dos míos, listos ya, con otros siete hombres dentro. La atmósfera estaba ahora ya muy cargada. Fuera la "piara" con pistolas y fusiles, ya abiertamente hostiles. Por precaución, cerramos la puerta de hierro. ¡Vaya, quizás aún salgamos adelante. Hay que intentarlo! Entonces me acordé de las hermosas pistolas y granadas que estaban allí y que en caso necesario bien podría utilizar en mi delegación. Dentro de unas horas, me dije, estarán sin más en manos de esa panda. ¡O sea que para adentro! Fui al cuarto donde estaban las cosas preparadas para su entrega o para utilizarlas, eso todavía no se sabe. Cogí cierto número de pistolas, municiones, y una caja de granadas de mano y las metí en mi coche. Así por lo menos para algo servirían, si es que se salía adelante.
Mi colega y compatriota dijo entonces "Schlayer, salga Ud. el primero”; Tenía otra vez a tres
hombres en el coche, me senté en el asiento de delante, al lado del conductor. “¡Gira enseguida a la izquierda y echa a correr como un diablo!” Entonces mandé que abrieran el portón de repente y salí, rozándolo para afuera. Doblamos a la izquierda. Me esperaban a la derecha. Se levantó un gran griterío. Sonaron unos tiros. Hicieron varios agujeros en el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie. Sin embargo, tres de aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos y agitaban sus pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno de ellos había abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a través de la ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que detenerse, la cosa se ponía demasiado peligrosa.
Intenté empujar hacia abajo al fulano que mantenía su pistola debajo de mis narices, porque no dejaba la puerta libre. Pero, entretanto, los del otro lado habían abierto la puerta y separado brutalmente a dos compañeros que querían sujetarla despidiendo hacia fuera a los tres hombres.
Como una jauría de perros se tiraron al coche. Por suerte en mi segundo coche que iba detrás donde llevaba el cargamento que me podía comprometer seriamente pudo escapar a toda marcha a la Legación de Noruega, donde descargó.
Como pude, regresé a la Embajada alemana pero a los tres hombres que habían sacado de mi coche, se los llevaron a la Dirección General, que estaba cerca.
Ante el portalón de la Embajada había llegado ahora el Jefe de la Policía de Madrid, un joven de la Juventud Socialista Unificada, un ser nada recomendable; como ocurría con todo los de dicha organización, que ya no era socialista sino puramente comunista. Nos quejamos a él de la actitud de la así llamada Policía que, en lugar de ofrecernos  protección, nos había agredido. Hicimos valer el escrito de Miaja en el que nos  garantizaba plena libertad actuación, lo cual no se había cumplido. El arguyó que esa libertad de actuación no podía referirse a los ocupantes españoles de la Embajada alemana porque este servicio estaba dentro de su prescripción. Nos fuimos a ver a Miaja, con el colega polaco, conde Kosziebrodsky, y con el yugoslavo, para pedirle que hiciera respetar lo convenido por él. Hablamos en primer lugar con el Coronel, Jefe de su Estado Mayor. Este trató el asunto con el General, y se puso enseguida a nuestra disposición para  acompañarnos a la Embajada y darle una lección a ese joven policía. Pero una vez allí, nuestro buen Coronel se vino abajo.
Adoptó el argumento del jovencito, según el cual los "ocupantes de la Embajada" que podíamos llevarnos no podían ser más que los de nacionalidad alemana. Los súbditos españoles le correspondían a él. En vano insistimos: en el clarísimo texto original del convenio nada había que se pudiera interpretar de modo distinto. Se refería a los  ocupantes, sin ninguna excepción y esto lo tenía Miaja muy claro al redactar el texto. El joven policía se mantenía, con una terquedad que parecía aprendida de Largo Caballero, (el único mérito que le había llevado a tan alto puesto era el haber pertenecido con anterioridad a la guardia personal de Largo Caballero) en su unilateral interpretación, y el Coronel retrocedió vergonzosamente. La "escolta de protección" que nos había prometido Miaja se había cambiado en "tropa de ataque".
No nos conformamos con los argumentos del Jefe de la Policía y nos dirigimos al Embajador de Chile, en su calidad de Decano, para hacer valer nuestro bien documentado derecho. El embajador telefoneó a Miaja que, ahora, de repente argüía, no saber que en la Embajada de Alemania hubiera acogidos que no fueran alemanes, y se remitía al Gobierno. Con lo dicho capitulaba de manera ignominiosa ante su subordinado, el aprendiz de policía, ya que conocía de sobra la orden, según la cual, desde hacía ya semanas, tenía que haber, día y noche, frente a la Embajada alemana, un fuerte destacamento de policía en un coche, para impedir la salida de la finca de determinadas personalidades españolas allí refugiadas, acogidas al derecho de asilo. El Embajador telefoneó en nuestra presencia, a Valencia y habló con Álvarez del Vayo y con Largo  Caballero. Dado que se trataba de una cuestión jurídica trascendental del derecho de asilo, exigíamos, ante todo, la prolongación del plazo fijado, con el fin de tener tiempo para reflexionar antes de proceder a negociar. Álvarez del Vayo, rechazó la propuesta con pretextos, Largo Caballero con grosería.
Declaró sin rodeos que quien tuviera la nacionalidad española y estuviese en la Embajada quedaría detenido. Ante tal infidelidad a la palabra dada y contra semejante violencia nada podíamos hacer.
Y era casi la una, hora en que finalizaba el plazo impuesto, cuando regresamos a la Embajada alemana sin haber podido conseguir nada para los cuarenta y cinco españoles restantes. El portón estaba cerrado, la Policía se hallaba ya delante del mismo, formada en orden de combate dispuesta al asalto. Se procedió entonces a sacar a los alemanes que aún estaban dentro y, tras examinar sus papeles, la guardia los dejó pasar; se los llevaron a otra Legación. Dos de los alemanes se quedaron voluntariamente dentro y se entregaron a la policía española. A la 1’15 estaba yo todavía solo en el jardín de la Embajada. Los refugiados españoles se habían retirado al interior de la casa, amedrentados, ya que no podían prever el trato que les esperaba. La finca quedó como muerta; fuera estaba la Policía dispuesta al ataque. Entonces entró el que mandaba la tropa policial, que era un
Capitán y me explicó que yo tenía que salir ahora de la Embajada ya que había  recibido la orden de tomarla por asalto a la una y entonces me tendría que considerar como perteneciente a la misma.
Apenas salí fuera de la Embajada cuando la policía penetraba con las pistolas, ya sin seguro, y con los rostros en fuerte tensión para lanzarse sobre la casa. Sin duda esperaban resistencia.
Afortunadamente ésta no se dio y todo transcurrió pacíficamente. Prendieron a los acogidos, los llevaron a cárceles, donde estuvieron durante meses. Más adelante, sin embargo, recobraron todos su libertad.
Pero unos días después, recibí por mediación de una Embajada amiga, un telegrama del Ministerio noruego en el que se me comunicaba que el Gobierno de Valencia me había acusado como "persona no grata" y que se esperaba, por tanto, mi petición de renunciar a mis cargos de Encargado de Negocios y de Cónsul. Mi actuación con referencia a los razonamientos y disputas entre el Cuerpo Diplomático y el Gobierno con relación a los hechos ocurridos en la Embajada alemana, a pesar de contar siempre con la conformidad de los demás diplomáticos, tenía, por lo visto, que servir de pretexto para que se produjera  mi alejamiento, deseado con vehemencia, desde hacía mucho tiempo, por Álvarez del Vayo.
No podía yo, empero, abandonar mi puesto. No estaba decidido, en modo alguno a dejar a su suerte a las seiscientas personas que en aquel momento estaban refugiadas en la Legación. Tal destino en este caso equivaldría, más o menos, a que el Gobierno de Valencia se aprovechara, sin duda alguna, de la vacante dejada por mí para apoderarse de esos refugiados, tal como ya varias veces, lo había intentado. Apelé por tanto, en interés de esas gentes necesitadas, de protección, al Cuerpo Diplomático, a cuya intervención se debió que el Gobierno Noruego diera una solución al asunto, que hacía posible mi permanencia al frente de la Legación de Madrid. Así sufrió Álvarez del Vayo el segundo desaire.

Difícil situación del Cuerpo Diplomático
A finales de diciembre, el Gobierno noruego envió a un Secretario de Embajada, en calidad de Encargado de Negocios, ante el Gobierno de Valencia. Yo permanecí en Madrid ejerciendo las demás funciones que había desempeñado hasta la fecha.
Se produjo entonces de momento, una situación muy peligrosa, que duró unas cuantas semanas, porque el nuevo Encargado de Negocios en Valencia declaró públicamente que el Gobierno noruego nada tenía que ver con los refugiados en la residencia del ex Ministro de la Legación de Noruega; esa era una iniciativa privada mía. Se podía presentir que el Gobierno de Valencia, aprovechara esa falta de protección, para "limpiar" la Legación.
Lo que únicamente detuvo al Gobierno fue la alta consideración de que gozaba la Legación de Noruega en todo Madrid, su conducta absolutamente correcta y la ausencia de todo reproche con respecto a la misma. Sólo al cabo de algunas semanas pude recoger por escrito una clarificación al respecto. El Gobierno noruego ratificaba su solidaridad con la Legación de Madrid e insistía en el derecho al respeto más absoluto de la  extraterritorialidad correspondiente. Tal fue la base de una colaboración con el  Encargado de Negocios en Valencia para iniciar la gestión de la evacuación de algunos refugiados acogidos al derecho de asilo, en nuestra Legación.
Es muy lamentable que el espíritu de solidaridad que, en los primeros meses animaba
unánimemente al Cuerpo Diplomático, no se mantuviera con la fuerza suficiente para resolver, también conjuntamente, la cuestión de la evacuación de los miles de acogidos al derecho de asilo.
El Gobierno consiguió introducir la división de opiniones al respecto, entre los representantes de los distintos Estados, y el resultado fue que algunos consiguieran sacar a sus acogidos al extranjero y otros tuvieran que seguir albergando a los suyos, durante más de un año. Con un decidido "todos a una" tal como propugnábamos varios de entre nosotros en diciembre de 1936, se hubiera evitado tan mala situación y se hubiera salvado, sin duda, con mucho tiempo, a todos los refugiados. Después de las negociaciones del mes de enero en Ginebra, el Gobierno mostró en un principio, una complacencia, que se debilitó más adelante, debido a que, en aquel entonces (principios de 1937) las organizaciones anarquistas tenían aún la supremacía en los puertos y sólo sobre la base de pactos costosos con ellas podía lograrse el permiso teórico del Gobierno. Como ya se ha dicho, había dos Legaciones que conseguían la evacuación contra importantes desembolsos de dinero, que quedaban fuera de las posibilidades de otras Legaciones. La condición, impuesta por el Gobierno, de una conducta neutral por parte de los hombres jóvenes  después de su salida de la zona roja, se infringía en algunos casos, con lo que el gobierno apretó más las clavijas. Se exigió entonces que los hombres cuya edad estuviera comprendida entre los veinte y los cuarenta y cinco años, permanecieran en el Estado que los hubiera admitido en su representación diplomática, hasta el ffinal de las hostilidades.
Sobre dicha base se produjeron evacuaciones en serie tan pronto como las organizaciones anarquistas quedaron dominadas por el Gobierno y ya no era necesario pagarles tributo. Para la Legación de Noruega no era practicable, por desgracia, dicha vía, porque el Gobierno noruego declaró terminantemente que no admitiría en el país a ninguno de los acogidos al derecho de asilo, sin duda por motivos de política interior. Yo propuse que consiguieran la admisión por otro país neutral de los trescientos hombres de edades comprendidas entre los veinte y los cuarenta y cinco años que se hallaban en la Legación con el fin de obtener del Gobierno de Valencia la excepción correspondiente. Para facilitar al Gobierno de Noruega las negociaciones con otros países, había yo ofrecido depositar una garantía de 750.000 ffs. a favor del país que se mostrara dispuesto a recibir a esa gente. Tal cantidad garantizaría al país correspondiente un aval a cuenta de los gastos que tuvieran que sufragar por los refugiados, así aceptados. Pero el Ministerio noruego tampoco aceptó tal propuesta. A pesar de las repetidas gestiones realizadas personalmente en el transcurso de los meses de abril a junio en Valencia para obtener la tan urgente evacuación de los acogidos al derecho de asilo, todas mis iniciativas fracasaban ante dicha actitud negativa del Gobierno noruego que me imposibilitaba presentar una contrapuesta al Gobierno de Valencia. Este había aprobado en abril, mediante nota verbal, la evacuación de nuestros refugiados y expresado sus condiciones
Noruega se limitó, después de mucho tiempo a desestimar globalmente dicha nota, sin entrar en detalles ni hacer contrapropuestas.
Poco después, volvió a cambiar fundamentalmente la actitud del Gobierno de Valencia. Varios de los Estados que habían evacuado gente con la condición de retener dentro de sus fronteras a los hombres en edad militar, descuidaron este punto. Los refugiados al amparo de un estado asiático, empezaron por no irse al mismo, sino que abandonaron el barco, durante el viaje, para dirigirse a la España nacional. Esto fue la gota que colmó el vaso. A partir de entonces, Valencia declaró que ya no dejaría salir ningún hombre de edad comprendida entre los dieciocho y sesenta años.
¡Urge el intercambio!
Esto, prácticamente, significó el final de las evacuaciones, ya que las mujeres con hijos varones en edad militar no querían separarse de ellos; y tampoco se dejaban evacuar.
Intenté dar con alguna solución que, a la vez, pudiera eliminar la dificultad especial existente para mi Legación. Visité, poniendo de relieve que no se trataba de una iniciativa noruega sino estrictamente personal mía, en primer lugar al Ministro vasco, Irujo, con el que ya había colaborado con frecuencia y le expliqué el mal humor que la resolución del Gobierno español tenía que provocar en todos los estados participantes, porque trataba, nada más ni nada menos, de que pagaran justos por pecadores.
Expresé mi coincidencia con el Gobierno, de que tras las experiencias vividas, no se le podía exigir que continuara con los métodos empleados hasta entonces y, parecía en cambio mucho más inteligente intentar un arreglo positivo y definitivo, que andar envenenando más y más la situación de todos los participantes con disposiciones de carácter negativo. Si los hombres acogidos al derecho de asilo no iban a poder salir, en absoluto de las Legaciones, podrían ocurrir, muy fácilmente cosas que dejaran muy mal al Gobierno ante la humanidad. Si por el contrario, se aceptaba de una vez el punto de vista de que, en opinión del Gobierno de Valencia eran inviables las evacuaciones de hombres en edad militar que, de todos modos, en las dos partes estaban obligados a realizar su servicio militar, sería más razonable decidir en consecuencia, que lo conveniente era dejarles que se fueran al lado nacional al que ideológicamente pertenecían y exigir a cambio su sustitución por hombres de la misma edad cuyo modo de pensar era el propio del lado rojo. Resumiendo, lo que proponía era un canje entre los hombres acogidos a las  representaciones diplomáticas a cambio del número correspondiente de hombres de la misma edad que estuvieran en zona nacional, y quisieran pasar a la zona roja, con el fin de que tanto unos como otros pudieran actuar en el lado que les correspondía, de acuerdo con sus ideales.
Esta propuesta le pareció a Irujo nueva y recomendable; me prometió transmitírsela al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) para después seguir tratando la cuestión conmigo. El Ministro, Giral, me mandó llamar efectivamente en los días que siguieron y me dijo que Irujo le había comunicado detalladamente mi propuesta que él, personalmente, creía interesante; pero tenía que presentársela al Consejo de Ministros, cosa que prometió hacer en los próximos días. Yo también, le dije que se trataba de una iniciativa exclusivamente mía, y de carácter personal y me ofrecí, para, si se aceptaba la propuesta, viajar yo mismo a la otra zona para obtener de aquel Gobierno, el asentimiento a la misma.
Visité, también, entretanto, a los Encargados de Negocios de Inglaterra y Francia para  comunicarles la acogida, aparentemente buena, que la propuesta había tenido por parte del Gobierno, y pedirles la posible cooperación de sus países para realizar el intercambio. Con el Encargado de Negocios británico estudié particularmente la forma más apropiada, si se daba el caso, de llevar a los acogidos en las Legaciones, a Valencia, para embarcar en un vapor inglés, mientras que el número correspondiente de hombres, afines a los rojos y dispuestos al intercambio, pasaran la frontera de Gibraltar, de modo que el barco pudiera llevar a los "blancos" a Gibraltar y, a su regreso, los "rojos" a Valencia.

La “Pasionaria”
Transcurridos unos días, el asunto pasó a discusión en Consejo de Ministros. Irujo me comunicó que, al parecer, todo los miembros, con excepción de los comunistas, estaban de acuerdo con lo dicho; pero que sería bueno que, primero, interesara yo personalmente en el asunto a alguno más de los Ministros y, segundo, que convenciera a los ministros comunistas, ya que, en contra de sus votos, probablemente no podría imponerse nada. Yo tenía reparos en visitar a los ministros comunistas a los que no conocía y entonces, Irujo me animó a hablar con una mujer a quien llamaban la Pasionaria, que tenía mucha influencia con respecto a ellos; su verdadero nombre era Dolores Ibarruri, originaria de Bilbao y vasca por los cuatro costados. Me aseguraron que, en su juventud había pertenecido a asociaciones católicas y había ocupado puestos en sus juntas directivas.
Si eso era exacto, había cambiado mucho desde entonces. Sus actuaciones en los mítines comunistas eran extraordinariamente "sanguinarias" y fogosas. Así se había convertido en la oradora más popular de la masa comunista-socialista, aficionada a las “cosas fuertes”. Por entonces, yo nunca la había visto ni la había oído. Me interesaba conocerla y esperaba, al mismo tiempo, convencerla con mis razonables argumentos y ganármela para la causa del intercambio.
Al día siguiente fui a verla. Tenía un despacho en la Central Comunista de Valencia. A la entrada había un puesto doble de milicianos, con bayoneta calada. Anunciaron mi visita por teléfono a la Pasionaria y me condujeron inmediatamente al piso de arriba. Una vez en la antesala, me recibió con naturalidad amistosa, una mujer de unos cincuenta años. Charlamos durante hora y media aproximadamente en su despacho, de todo lo que se nos iba ocurriendo; ya que lo que de verdad me preocupaba y me había llevado allí no salió a colación hasta que ya se hubo creado un cierto clima de confianza. Esa mujer hacia honor a su apodo y era, en verdad, muy apasionada en sus opiniones.
La impresión general que yo sacaba era de sinceridad y franqueza cuando abogaba por la ideología comunista y, asimismo, me parecía que sus sanguinarios discursos eran precisamente fruto de dicho apasionamiento, si bien mezclado con una dosis de demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu maternal, innato en la mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos  combatientes, así como en el siguiente episodio que me contó: Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular vivían juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían de lo más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos milicianos. "No puede Ud. hacerse una idea del susto que se llevaron cuando nos vieron, y para colmo, cuando yo era una fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria!
Les expliqué que yo venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de ayuda y que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en juego en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría hacer por ellas, y miraría por ellas como una hermana. Les instalé un taller de costura en el que podían trabajar para las necesidades del Ejército. Se ganaron la vida ampliamente y gozaron de plena seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me llevé un día a tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas, apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano. Esas pobres mujeres se habían pasado la vida entre los muros de un convento y no conocían los problemas de su pueblo. Las llevé al Palacio del Duque de Alba y les hice ver el lujo que allí reinaba. Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la  Duquesa con una bañera tallada en un bloque de mármol, las luces indirectas de colores y el pavimento con láminas de oro incrustadas e hice que se imaginarán que, al otro lado de la verja del parque había mujeres pobres con sus niños en brazos, temblando de  ambre y de frío, Mientras la Duquesa tomaba su baño en aquella lujosa habitación. Las monjas dijeron: "¡Dios hace justicia!".
Discutí con ella a fondo el problema de los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones y, a pesar de que, naturalmente, no dio muestra alguna de simpatía por el tema, ya que consideraba a los interesados como a enemigos mortales suyos, sí que comprendía las ventajas para la causa roja, que supondría intercambiarlos por personas del mismo sentir de ella, que estaban al otro lado, en lugar de sacrificarlos cuando se presentara la ocasión. Por tanto, prometió recomendar a los camaradas Ministros la aceptación de la propuesta con el resignado refrán español: "del lobo, un pelo".
Hacia el final de la conversación, le pregunté cómo se imaginaba ella que las dos mitades de España, separadas la una de la otra por un odio tan abismal, pudieran vivir otra vez como sólo un pueblo y soportarse mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento: "¡Eso es simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra!”. No podía, por tanto, quejarse si la parte contraria le había aceptado la receta.
Cuando abandoné el edificio ya había cambiado la guardia de entrada. De pronto uno de los soldados se desprendió del arma y se acercó amablemente a saludarme. Había sido obrero mío y me expresaba su adhesión ante sus camaradas que sonreían con simpatía.
Este episodio se completó con una carta que recibí del que había sido muchos años Maestro de taller, y que ya entonces era comunista. Ahora era Secretario General de una organización provincial comunista y se ponía como tal a mi disposición y me pedía noticias de cómo me encontraba. Esa carta redactada con toda espontaneidad con ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con el grito de "Viva el Cónsul trabajador".
También, en la carretera, me solía ocurrir que me saludaran amablemente, milicianos que habían trabajado conmigo. Con frecuencia cuando yo les preguntaba por qué andaba perseguido Fulano o Mengano me contestaban: "Tenía obreros", a lo que yo siempre les replicaba que eso no era ningún motivo; al contrario, cuando el patrono sabe cumplir con su deber, los trabajadores le protegen.
Pero ante esa opinión respondían con movimientos de cabeza provocados por el asombro. La diferencia entre el modo de concebir las cosas los nórdicos y los meridionales es demasiado profunda. Triunfa el sano entendimiento entre los hombres Hacía aún poco tiempo, con ocasión de una entrevista, que le había hecho al Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, la misma pregunta acerca de la futura convivencia de las dos mitades de España en conflicto.
La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor de sus propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta soviética.
Tengo la impresión de que Negrín, víctima de su ambición, se hallaba en una situación que no era propiamente la adecuada para él, persona muy sociable y vivaz, con sentido del humor, (lo cual ya era suficiente para hacerle fundamentalmente incompatible con su entorno en el que el exceso de bilis anulaba dicha cualidad).
Contestó a mi pregunta con su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de ambos lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con más libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta el momento había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de lo que Adolfo Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero que no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del Consejo de Ministros era como la de la noche y el día.
Entretanto, continuaban en Consejo de Ministros las negociaciones acerca del intercambio de los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones extranjeras. Visité también al Ministro de Defensa,
Indalecio Prieto y le expliqué mi propuesta. Con su claro entendimiento vio enseguida las ventajas de evitar un callejón sin salida. "No me parece mal", repetía. Aproveché la oportunidad para acabar con otra cantinela del  Ministrio de Estado respecto a esta cuestión. El Ministerio venía exigiendo desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los niños y los hombres ancianos acogidos, no pasaran a
países fronterizos con España, lo que casi imposibilitaba su evacuación. El motivo que aducían era que las mencionadas personas en esos países limítrofes harían propaganda contra el Gobierno rojo.
Hice ver a Indalecio Prieto (que inmediatamente lo entendió) que todas esas personas, en todos los sitios adonde llegaran, con su sola presencia ya, actuarían necesariamente de propagandistas contra la España roja y que, por tanto, el hecho de repartirlos entre una serie de países lejanos no  significaría más que la creación de puntos de propaganda enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera el Gobierno, impondría, al contrario, la condición de que no pudieran ir a ninguna parte, salvo a la otra zona nacional de España donde esa propaganda existe ya, sin necesidad de nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se impuso y las ulteriores evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en Legaciones, se hicieron directamente con destino a la zona "blanca", cosa que hasta entonces estaba severamente prohibida.
También traté de esta cuestión con el Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, con ocasión de un encuentro en el Ministerio de la Guerra. En primer lugar, él exigía que los acogidos en las representaciones diplomáticas fueran entregados al Gobierno, que respondería de que no les sucediera daño alguno. Yo repliqué que para mayor garantía se comprometieran mediante acuerdo que no se iba a encarcelar a esas personas. Negrín opinaba que, naturalmente, los que tuvieran que responder por algo, tendrían que ser detenidos yo le dije entonces que si esa gente se había acogido al derecho de asilo era precisamente, porque según el concepto que de ello tenía el actual Gobierno, habían contraído una responsabilidad política y él (Negrín) no podía exigir a ningún Gobierno constitucional que entregara, con destino a la cárcel, a personas que se habían acogido confiadamente a la protección de su bandera. Eso era precisamente lo malo, opinaba él, que no se podía aceptar esa huída, al amparo de una bandera extranjera, sino que había que mantener la jurisdicción española sobre los súbditos del Estado español. Yo repliqué que no queríamos resucitar esa cuestión teórica, con frecuencia infructuosamente discutida, sino que más bien aspirábamos a intentar una solución práctica, definitiva, aceptable por ambas partes y ese era precisamente el intercambio. Entonces accedió, aceptándolo como un mal menor.
Entretanto, había vuelto yo a Madrid y no había tenido noticia de resolución alguna por parte del Consejo de Ministros. Entonces, a fines de junio, recibí en Madrid la visita del Delegado General del Comité internacional de la Cruz Roja, que me entregó la copia de una carta del Ministro de Estado, en la que se requería del Comité que presentara a los nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en la representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya mi propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la obtención de la conformidad de la otra parte.
El Comité internacional se hizo cargo del asunto, pero, por desgracia, no se acababa de  lograr la ejecución de lo propuesto. Aún por el año 1938, existían muchos miles de  personas confinadas en las representaciones diplomáticas sin que se pudiera prever si se las podría liberar y cuándo.
Del Vayo torpedea por tercera vez El 15 de mayo de 1937 volví otra vez a Valencia para gestionar el traslado de los acogidos en la Legación. Había tratado personalmente con Negrín, Ministro de Hacienda, acerca de la liquidación de esa difícil negociación y quería hablar al día siguiente con el capitán del vapor de transporte francés que se esperaba, para fletar éste con el fin de realizar una travesía de Valencia a Marsella, exclusivamente destinada a los acogidos "noruegos". Fue entonces cuando me llamó el Encargado de Negocios de Noruega en Valencia a última hora de la tarde para que fuera a verle a su despacho y me contó que Álvarez del Vayo le había mandado llamar a las nueve de la  noche, hora poco habitual en él, para que se encontraran en el Ministerio, y le reveló que ahora tenía pruebas de que yo conspiraba contra el Gobierno y que se había dictado contra mí, mandamiento de prisión. El noruego preguntó si se trataba de espionaje a lo que el ministro contestó: "no, de conspiración". El noruego quiso entonces ver las pruebas pero el Ministro dijo que no las tenía, que estaban en el Ministerio del Interior. Si fuera cosa de su Ministerio podría él tener intercambios con Noruega, pero aquello procedía del Ministerio del Interior y él no podía intervenir. Finalmente se sintió magnánimo y retrasó la detención 24 horas para darme la oportunidad de desaparecer de España, como así dijo. Con ello quería, sin duda, probar mi conciencia de culpabilidad. Unas semanas antes, el Secretario General del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) le había declarado al noruego que el señor Schlayer no debía salir con los acogidos al derecho de asilo, sino que tendría que quedarse en España, estaba claro que como objeto de venganza roja por mi comportamiento contrario a sus métodos asesinos. El Encargado de Negocios noruego me aconsejó que me pusiera enseguida en lugar seguro porque estaba convencido de que si me cogían me matarían. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme cazar por Álvarez del Vayo, con su mentirosa "conspiración".
Al día siguiente, me fui, sin más trabas, al vapor francés. Hice mis tratos con el capitán y regresé a tierra, a exponerme a la venganza de Álvarez del Vayo. Me fui directamente al Ministerio de la Gobernación (Interior) y solicité poder hablar con el ministro Galarza. No estaba. Hablé con el subsecretario a quien ya conocía. No sabía nada de la orden de detención que tenía que haber pasado por sus manos sin remedio; preguntó a la Policía, que tampoco sabía nada. Eso tenía que ser -me dijo el Subsecretario-, cosa del Ministro, y muy personal, de la que nadie, por lo demás, sabía nada. Le pedí que se enterara al respecto con el Ministro cuando volviera y que me procurara una cita con él ya que yo quería ver esas pretendidas pruebas. Volví a él por la tarde; el Ministro sólo había estado allí unos minutos y no había podido hablar con él. Volví, a diario, dos veces, durante
tres días al Ministerio del Interior (Gobernación) y siempre recibí la misma respuesta, nadie sabía nada y al Ministro no se le podía alcanzar. Al cuarto día estalló una crisis ministerial y tanto Álvarez del Vayo como también Galarza cesaron en sus ministerios.
Después de la crisis volvió otra vez la tranquilidad y no aparecía orden de detención alguna en ninguna parte. Toda esa historia se la había inventado Álvarez del Vayo para intimidar al Encargado de Negocios de Noruega. ¡Verdad es que lo consiguió!
A mediados de junio estaba yo otra vez en Valencia para continuar las negociaciones relativas a la evacuación con el nuevo Gobierno, aparentemente más abordable. Allí fue donde el Encargado de Negocios de Noruega me presentó a un señor que acababa de llegar y a quien el Gobierno de Noruega había enviado para relevarme en la dirección de la Legación de Madrid. Al mismo tiempo se me reveló que el Gobierno noruego no podía ya garantizarme la vida y que yo tendría que procurar acogerme a la evacuación organizada por alguna Legación.
Resolví quedarme todavía unas semanas en Madrid, sobre todo para ocuparme, totalmente, hasta el final de los preparativos del transporte de los acogidos al derecho de asilo. Se obtuvo al efecto, en Valencia, la conformidad por escrito, del Gobierno. Los hombres en edad militar, entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años, quedaban sin embargo excluidos. Se confeccionaron las voluminosas listas personales de los acogidos, de quienes se trataba y se pasaron al Gobierno. A principios de julio, habían llegado a su fin dichos preparativos. Por esos días, llegó a Madrid, por vez primera, una orden de detención contra mí, dirigida a la Policía de Madrid, y procedente del Ministerio de Estado. Se fundaba en las fotocopias de una carta enviada por mí a finales de mayo a una Compañía de Seguros extranjera por mediación del enlace diplomático de un estado europeo. En ella explicaba yo que en las circunstancias reinantes no iba a poder pagar la prima y pedía que se la cobraran a cuenta del importe del seguro. Tal era la  conspiración", que después se inventaron, "contra el Gobierno rojo". El pretexto era tan ridículo que el Jefe de la Policía de Madrid, a cuyo criterio hayan dejado la ejecución de la orden la Dirección General de Valencia, se negó a continuar y devolvió el expediente a Valencia.

El viaje de salida y sus obstáculos
En vista de todo lo dicho mandaba la cordura no exponerme a más persecuciones. Podía emprender viaje con la conciencia tranquila; la evacuación estaba tan adelantada que podría quedar realizada dentro de los dos o tres próximos meses y en el almacén de la Legación había víveres para tres meses con destino a las 800 personas acogidas.
En la noche del 7 al 8 de julio de 1937 nos dirigimos a Valencia en el coche de otra Legación. Un secretario se encargó de pasar el equipaje por la aduana y nosotros, mi mujer y yo, nos fuimos directamente al vapor del Gobierno francés tan pronto como éste efectuó su llegada. Hacía mucho calor y el vapor se hallaba junto al muelle detrás de verdaderas montañas de patatas nuevas que se estaban pudriendo y exhalaban un hedor insoportable. Tales patatas estaban destinadas a la exportación, privando de ellas a la población hambrienta, y aquí se estaban echando a perder gracias a los "buenos oficios" de la burocracia roja.
En ese vapor tenían que embarcarse cientos de refugiados, sin embargo estos no llegaban porque la pesadez de los trámites aduaneros y de los relacionados con los pasaportes, los retenían en el despacho de aduana situado a unos cien metros de distancia.
De repente, cuando ya llevábamos varias horas a bordo, me mandó llamar el Capitán. Allí me esperaban dos miembros de la Policía secreta, al mando del guardia que tenía asignada la custodia del Encargado de Negocios noruego y que acostumbraba a acompañarle en todos sus pasos. Estaba, asimismo, presente el Cónsul de Francia. El capitán, dijo que los policías venían con orden del Gobierno, de hacerme desembarcar, porque me tenían que llevar a la Comisaría de Policía con el fin de estampar el sello de salida en mi pasaporte. Yo repliqué que mi pasaporte diplomático noruego provisto de un visado diplomático francés no necesitaba estampilla de ninguna clase de la Policía española, como muy bien tenía que saberlo el Cónsul de Francia. Toda esa historia no era más que un burdo pretexto para apoderarse de mí y poderme arrastrar de la Comisaría a la cárcel. Yo esperaba que los funcionarios franceses, al pisar como estábamos pisando, suelo francés, impedirían tal atropello. Tanto el Cónsul como el Capitán se pusieron, sin embargo, a dar voces, muy excitados, diciendo que no podían permitir que se les creara dificultades con el Gobierno; los policías comunicaron que el Gobierno no dejaría que embarcara la gente, ni que zarpara el buque, si no se me obligaba a volver a tierra. Con gritos y ademanes muy excitados, exigían ambos que yo abandonara el buque con mi mujer.
En ese preciso momento vi el auto de un colega, Encargado de Negocios de un Estado centroeuropeo, que entraba en el muelle. Llegaba, con documentos importantes, de  Madrid. Le llamé desde el vapor y le dije que me estaban obligando a salir del buque y que me ponía bajo su protección.
Abajo, junto a la pasarela, había toda una serie de miembros de la policía secreta con un coche. Pero yo me monté con mi mujer en el coche diplomático de mi colega. En cuanto a nuestro equipaje, los policías lo colocaron en su coche policial. En los estribos del coche diplomático se montaron cuatro policías, entre ellos el policía personal del Encargado de Negocios noruego, que continuaba desempeñando el papel de protagonista. Exigían que fuéramos a la Comisaría de policía. Yo me negué a ello y ordené que me llevaran al Consulado de Noruega a ver al Encargado de Negocios. El joven policía personal pretendía que éste no me quería ver, e intentaba convencer al chófer de que condujera por donde le indicara. Mi colega, entonces, indicó a su conductor que parara junto al Consulado de Noruega y subió con mi pasaporte para pedirle al Encargado de Negocios, que interviniera. Gracias a la enérgica actuación de mi amigo diplomático, apareció, por fin, y trató el asunto con los policías. Éstos tuvieron que conformarse y reconocer el pasaporte diplomático, pero exigieron que les dejaran examinar de nuevo mi equipaje, esperando encontrar en él algún pretexto para detenerme. Practicaron tal registro exhaustivo en presencia de ambos colegas. Los policías vieron frustradas sus esperanzas, no había asidero posible que sirviera de pretexto y, rechinando los dientes, tuvieron que dejarnos de nuevo en el vapor. Entretanto ya habían embarcado y quedaban "estibados" seiscientos cincuenta "fugitivos".
Mi mujer me había acompañado con serenidad y valentía en este arriesgado trance y durante el registro el equipaje, había sabido hablar a esos hombres, apelando de modo tan conmovedor a su  conciencia, que el cabecilla de ellos terminó pidiéndome, cuando todavía estaba a bordo de vapor, que le permitiera despedirse de ella, lo cual hizo, pidiéndole  disculpas y besándole la mano.
Pasados unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse de mí, "no hubiera durado ni cinco minutos". Se trataba de la misma brigada "de servicio especial" que había asesinado al belga Borchgrave.
Al empezar a oscurecer, el barco abandonó finalmente Valencia; vimos, sin lamentarnos, como desaparecía en el crepúsculo.
Finalizaba para nosotros la pesadilla roja.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Estallido de Guerra Civil



2.- EL ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL

Hacia el caos
En el curso de una consulta con un abogado de izquierdas, en Madrid, en la mañana del 17 de julio de 1936, me enteré de que las tropas del Marruecos español se habían declarado independientes del Gobierno y no se sabía exactamente lo que estaba ocurriendo en algunas ciudades de provincias. En cuanto a la normalidad en las calles de Madrid, no se notaba nada especial. Yo vivía en mi casa de campo a 35 km. al norte de Madrid, al pie de la sierra de Guadarrama. Cuando al atardecer de ese día, iba subiendo hacia allá, conduciendo mi coche, la carretera estaba animada como de costumbre, con familias que se daban un paseo en sus coches y para las que el buen tiempo reinante resultaba, a ojos vista, más importante que la tormenta política que se temía ¡Era su último día de tranquilidad!
Precisamente en ese mismo día, había yo comunicado, a los obreros de mis talleres que el trabajo se suspendería durante algunos meses y, por primera vez, los encontré reacios a aceptar esa medida, de carácter anual, impuesta por las características de la estación estival. En esta ocasión, se negaron a firmar. Se trataba de trabajadores organizados, socialistas y con algún comunista que otro.
Por primera vez había caído entre ellos un anarquista de la C. N. T. y de ahí que mostraran esa actitud de resistencia a suspender el trabajo. A pesar de mantener una disciplina estricta, siempre me había entendido muy bien con ellos, y, en esta ocasión, confié también en su sensatez.
De repente, durante la noche, la situación se puso más seria. El domingo no cruzó por allí ningún tren procedente del norte de España. Desde Madrid subieron solamente dos trenes vacíos, sin uno sólo siquiera de los cientos de excursionistas que normalmente los utilizaban. Se rumoreaba que Madrid podría estar ardiendo o ser blanco de tiroteos, etc. no había forma de confirmar nada, el teléfono estaba cortado.
El lunes, temprano, estaba decidido a salir para Madrid con el fin de orientarme. El aspecto de la carretera había cambiado totalmente. Ya en el primer pueblo, estaba cortada por una gran multitud de trabajadores del campo con escopetas de caza, que me desaconsejaron la continuación de mi viaje a Madrid, dado que todos los que, hasta entonces, habían pasado para allá se habían tenido que volver porque no les dejaban continuar. Al insistir, exponiendo la necesidad que tenía de llegar a mi Consulado, me acompañaron, con gran cortesía, -porque me conocían personalmente-, al Ayuntamiento, donde me facilitaron un salvoconducto para trasladarme libremente a Madrid, en viaje de ida y regreso. En el pueblo siguiente, vuelta a lo mismo, estaba cortada la carretera por trabajadores armados, detrás de los cuales se habían juntado cantidad de automóviles, a los que se había impedido continuar su camino. Estos trabajadores eran mucho más "rojos" que mis campesinos y me declararon que el salvoconducto les tenía sin cuidado, puesto que los de allá arriba nada tenían que mandarles a ellos. Estaba claro que les proporcionaba mucha satisfacción hacer valer sus viejas escopetas de caza.
Yo les expliqué, entonces, que ellos tampoco tenían por qué darme órdenes a mí, ya que yo era cónsul de Noruega y tenía, por tanto, libertad para trasladarme de un lado a otro, y estaba decidido a seguir hasta Madrid.
Éste era el primer choque que tenían con una potencia extranjera. No estaban aún muy seguros de sus nuevos poderes, se quedaron pensativos y prefirieron pactar con lo desconocido. Con miradas severas para los compañeros que no estaban conformes de que continuara mi camino, dijeron que podía seguir viaje a Madrid bajo mi propio riesgo, pero que pronto tendría que volver porque, seguramente, más abajo no me dejarían pasar.
En los pueblos siguientes se repitió la historia otras tres veces, pues el celo revolucionario había impulsado a la gente a montar semejante barrera armada, cada cincuenta metros. Blandían, en cada ocasión, sus escopetas, con las mismas pretensiones, dándose importancia y procurando imponer su voluntad. Pero, a pesar de todo, no lo consiguieron; yo continuaba conduciendo y aconsejándoles que no hicieran el ridículo con su exagerado montaje de seguridad.
Una vez más, tuve que habérmelas con el excesivo celo de tales hordas campesinas, especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus pistolas, con el seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me ví obligado a recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para guardarlas.
Finalmente, salvando todos los obstáculos, llegué a la “Puerta de Hierro”, plaza de la que arranca una hermosa avenida que conduce a Madrid. Allí me encontré, por primera vez, con la autoridad oficial del Estado, representada por unos cincuenta policías uniformados. Estaban sentados tranquilamente en los bancos de un café; a la orilla de la plaza y, en contra de lo que me habían vaticinado en todas partes, no parecieron excitarse lo más mínimo al acercarme yo. Nadie hacía gestos aparatosos para que me detuviera, de modo que lo hice voluntariamente y, al policía sentado más próximo, le pregunté si se podía llegar en coche al centro. Dijo que eso sólo lo podría hacer bajo mi propio riesgo porque las circunstancias no eran precisamente de paz, pero que me fuera por la izquierda, en dirección a la Castellana, ya que si continuaba derecho, iba a dar con el Cuartel de la Montaña al que estaría ya disparando la Artillería. Todos los demás coches que habían llegado se habían vuelto atrás.
Me dirigí, pues, hacia la izquierda y, al poco tiempo, me ví en las calles de Madrid. ¡Allí si que se armó! Los guardianes voluntarios de la seguridad, que se habían pertrechado con toda clase de "armamento" metálico, incluidas las llaves de la casa, me consideraban presa apetitosa, al ser mi coche el único que rodaba por Madrid. Cada uno de ellos intentaba probar fortuna, dándome el alto, con su ademán autoritario, pero ante mi enérgico "¡Cónsul de Noruega!" les desilusionada muchísimo, no sabían cómo encajar esa contraseña tan mágica que debía de ser muy importante a juzgar por la soberana naturalidad con que yo se la lanzaba vociferando. En cuanto a lo que era "Noruega", por supuesto que no lo sabían y, al ver que yo seguía, sin más, mi camino, no dejaban de mirarme con cierto asombro.
Finalmente, llegué a mi oficina, donde comprobé que todo estaba cerrado y que allí no trabajaba nadie. Las calles estaban completamente vacías de gente, si se exceptúa la presencia de esos vigilantes tan celosos que en algunos casos, sin embargo se mostraban francamente amenazadores; en una ocasión fue necesaria la enérgica oposición de unos de ellos, más razonable que los demás, para impedir que disparan contra mi coche.

Rendición del general Fanjul
Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?.
Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo.
Ésa misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un joven de dieciséis años que traía un fusil koppel, completamente nuevo, con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y, al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido. Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído en suerte.
Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.
El imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar y abrazar como a un “hermano liberado”. Pero al que tenía la mala suerte de dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o suicidándose.
En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin  Madrid, y por tanto sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de englobarlo todo.

Se arma al populacho
El nuevo gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a armar al pueblo, El nuevo presidente del Consejo de ministros, Giral, farmacéutico de Madrid, dejó libre el campo al pueblo para que sin más control, lanzando un llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las armas, hicieran uso de ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se saquearon todas las armerías y, también, el mismo día, se abrieron las puertas de las cárceles a los presos comunes, a los que se les liberó como a “hermanos”, porque en ese momento se necesitaban los locales para los disidentes políticos. Se empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. A algunos se les asesinó, con el pretexto de que, desde esos edificios se había disparado contra el pueblo.
Empezó el terror, pero los hombres, adultos y jóvenes, que se paseaban por las calles con sus armas recién “adquiridas”, se consideraban a sí mismos como guardianes de un determinado "orden", al estilo de una especie de "policía política". Toda la gente decente permanecía escondida en sus casas. Todavía no les pasaba nada; la primera "furia" descargaba en conventos e iglesias. Las calles, aún vacías por las mañanas, las llenaba el populacho a mediodía. Los tranvías no funcionaban, sólo circulaban algunos coches aislados, a toda marcha, con gente armada a bordo, que sintiéndose importantes y con marcado desprecio de las normas de trafico, transitaba a gran velocidad por las calles. Mi regreso, sin embargo, lo hice sin incidentes, porque mi chófer, que había aparecido entretanto, llevaba, sin más, su carnet socialista en la mano enseñándolo por la ventanilla, con lo que llegamos, libres ya de todo acoso, al límite de la ciudad. Desde allí, conduje, sólo, hasta mi casa, con la ventaja de que la desconfiada guarnición que custodiaba la carretera conservaba el recuerdo de mi aparición de la mañana. Mi regreso les convenció de que yo no era un fugitivo que iba a reunirme con los "militares", y me dejaron pasar.
La "soberanía" del pueblo Por entonces empezó la era de la "soberanía del pueblo". Y con ello fue descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se le habían adjudicado. Sus maestros, fueron sobre todo, los delincuentes comunes a los que se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían, en absoluto, intimidados por las "especulaciones" burguesas acerca de "lo mío" y "lo tuyo" y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos. “¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)” se convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago. Cualquier "san culotte" que llevara uno de los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, le ponía la boca del revólver delante de la suya.
A un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de repente, en lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena burguesía, la afluencia de docenas de ésos héroes del revólver.
Estos solían ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el plato del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P! pronunciado con aire triunfalista.
Esto ocurría así, hasta el punto de que, más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante el afligido patrón, cuando ese se atrevía a protestar, se hacían pasar por mandos de las "formaciones" más increíbles y, si ello resultaba infructuoso, le amenazaban en última instancia, con el revólver. El hombre tuvo la suerte a los pocos días, de poder clavar en su local el texto de una resolución adoptada por la Embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba que lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas semanas ese tipo de "explotación" de su negocio, bajo  amenazas de muerte. Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber provocado, de alguna manera el disgusto de su "noble clientela".

Terror en la carretera
En mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo poco a poco los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y, desde lejos, me hacían señas con sus fusiles para indicarme que no necesitaba pararme. Pronto me acostumbré tanto, que ya no me preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy asombrado al ver que uno, con ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto, apuntaba con su arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!, vociferando furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que quería. Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo: "¡anda, perdone Ud., no le había visto el bigote!”.
Pronto, sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces inofensivo, de mi carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles. Una mañana yacía muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un joven bien vestido. Este primer contacto con la violencia arbitraria, me irritó tanto, que acudí a la autoridad más próxima para denunciar el hecho. Se me respondió, fríamente, que ya había salido una ambulancia para recogerlo. Lo único que, en ese momento, parecía importante era su desaparición. Del autor del homicidio nadie se preocupaba. Todavía no sabía yo, que ya desde los primeros  días, en todo el extrarradio de Madrid, lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero ahora, le tocaba a mi carretera, -que cruzaba la Casa de Campo, extenso parque que antes pertenecía a la familia real-, ser el escenario de asesinatos a gran escala.
Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los así llamados "milicianos", gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas, arbitrariamente sacadas de sus hogares; los juzgaba un "Tribunal", compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos "para el pueblo" cuanto encontraban, si tenían algún valor. Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas semanas, tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio "Tribunal". A continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En mi carretera, yacían ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o desperdigadas muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el horror de tales escenas nocturnas.
A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura.
Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó "in situ" a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: "¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!". Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el "encargo", pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del "más allá".
Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos.

Se inventa el "paseo"
Ya, desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid todos los automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno, pero en su gran mayoría, por las llamadas "organizaciones" que surgían por todas partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los "ateneos libertarios", cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos "piojosillos" tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a ser posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por "controlar" (es decir "incautarse"), solamente los coches de más potencia desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y  llevarse a sus moradores eran cosas que se hacían siempre utilizando automóviles, ya que el "punto final" de las “relaciones”, de este modo iniciadas, se ponía fuera de la ciudad; así es como en España surgió la expresión "dar el paseo" que equivalía a asesinar.
Una mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser testigo de vista, involuntario, de la realización de tan trágico "paseo". El momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado a un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) ví que se había adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto procedente de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al principio con vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde lejos me parecieron jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de milicianos, que prepararon inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas luces, por la presencia de un coche en la carretera principal, se apresuraron a dar la vuelta a la esquina de la tapia del cementerio, con sus víctimas, por lo que yo ya dejé de verlos. Inmediatamente después, sonaron los disparos, al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos, y al caer, les mataban, disparando a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados hicieron más de veinte disparos!
La excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no hubiese yo dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo ocurrido y desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los hechos y la presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera puesto en grave peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron mi intervención.
Todavía vi, después, más de una mañana, gente parada a la puerta del cementerio, mirando hacia adentro, señal inequívoca de que había allí nuevos cadáveres listos para su enterramiento. Tales escenas se repetían, mañana tras mañana, en los cementerios de otras localidades, situadas en torno a Madrid como Vallecas, Vicálvaro, etc.. que se iba llenando del mismo modo.
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el "botín" de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más amargos!
Cada mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos mortuorios cerrados, cuyos guardabarros, casi en contacto con las ruedas, acusaban de lejos la sobrecarga que llevaban. Tenían que conducir al depósito, lo más temprano posible, los cadáveres que yacían dispersos por el término municipal para sustraerlos a la mirada de los "incautos" o "no adictos".
Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los "paseos" terminaban en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los datos numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya que se basan, únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por noche, de cien a trescientos "paseos". De cuando en cuando, recibía yo de los Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso, estimo, y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en Madrid sin procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y cinco mil y los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la cifra real, si estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados en toda la zona roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos asesinatos. Hay que tener en consideración que se trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado, en absoluto, en el levantamiento contra el Gobierno, llamado legítimo, y que tampoco se habían manifestado, en forma activa alguna, en contra de los trabajadores.

Tribunales populares sin jueces
Los defensores de la "libertad del pueblo" tuvieron que buscar, una vez cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se perfeccionó el procedimiento, se establecieron “Tribunales Populares” constituidos por los representantes de las organizaciones y comités revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.
Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había, también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de organizaciones de "trabajadores" habían montado sus tribunales privados y sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer, juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas, de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda, en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o, cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto, sin recibo.
Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal menor. Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que, aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todo los matices. Impasible, no sólo no tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas "fábricas de asesinatos" de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno, los más bajos instintos del populacho.
No sólo eran obreros despedidos, muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos, los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo dueño!
Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por el azar de la casualidad.
Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí: un hombre joven con un cartelito al pecho: "éste hace el número ciento cincuenta y seis de los míos". Presenciaba aquello un habitante de alguna de las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: "A este hombre lo han traído aquí ya muerto", a pesar de haber visto que el hecho era reciente. A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: "Pues ahí se equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo abatieran!" Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales "checas" como en Madrid las llamaba la gente.
Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía bien,  colaboraban con dichas "checas".
Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino
que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las "checas" sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces.
Pero el destino quiso que cuando se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera capturado en aguas de Canarias por los "nacionales" en el buque que viajaba. El hombre pagó, sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el "garrote vil" (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una palanca giratoria).

Así murió el descendiente de Colón
Es bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último descendiente directo de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos las circunstancias pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la situación del momento, especialmente por lo que respecta a la actitud del Gobierno. Este hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal Colón, Duque de Veragua, era de natural modesto y bondadoso y vivía muy sencillamente, en el antiguo palacio de sus antepasados. Tenía, además, una finca cerca de Toledo, en la que se ocupaba asiduamente de la explotación de una ganadería modelo. Trabajaba en inmejorable armonía con su personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de todos era querido y respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron tranquilo. Pero, por supuesto, una organización de trabajadores, requisó y ocupó una parte del viejo  palacio. En la otra, vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que, de repente, desapareció de su casa. Una Embajada sudamericana que permanecía en constante contacto con él, se lo comunicó inmediatamente al Gobierno. Éste prometió poner en movimiento todo lo necesario para informarse de su paradero. Pero no sacó nada en limpio.
En cambio, la citada Embajada que, por su parte, recogía información, pudo  establecer, a los pocos días, que le habían llevado a una "checa" comunista y que había quedado preso allí. Comunicó inmediatamente al Gobierno la dirección exacta de la misma y le exhortó a que ordenara su liberación.
En los días que siguieron, aún recibió el Gobierno telegramas de una docena de repúblicas hispanoamericanas que asimismo reclamaban su liberación y se ofrecían para llevarlo a América.
Diez días después de haberse comunicado al Gobierno la dirección del lugar donde lo mantenían preso, el Ministro representante diplomático de una República americana se enteró de que, la noche anterior, lo habían sacado y lo habían matado a tiros. Las investigaciones, que él mismo llevó a cabo inmediatamente, revelaron que lo habían encontrado, efectivamente muerto por arma de fuego, en la cuneta de la carretera, cerca del pueblo de Fuencarral y que lo habían arrojado a una fosa común del cementerio de dicho pueblo, con unos veinte cadáveres más, que asimismo habían hallado y recogido. El ministro asumió la terrible tarea de disponer que, en su presencia, se registrara dicha fosa común y se enterrara el cadáver de Duque en una sepultura especial, desde la cual, más  adelante, se le trasladaría a la mencionada República, primera tierra americana que pisó su antepasado. Esto ocurría ya bajo el "Gobierno Popular", compuesto por socialistas y comunistas, de Largo Caballero, cuyo poder o buena voluntad ni siquiera le había llevado a atender, en el espacio de diez días que tuvo, la demanda de las repúblicas hispanoamericanas en favor de la vida del Duque de Veragua, provocando un baldón más para España con la protesta de la totalidad del mundo americano.

Mi pueblo serrano se contamina
El furor sanguinario llegó a prender, entonces, hasta en nuestro, por lo demás tan pacífico, nido montañero. Junto a la casita solitaria de un peón caminero, situada en la pendiente de enfrente, al otro lado del río Guadarrama, en la carretera directa de Madrid a el Escorial, yacían cada mañana, cadáveres de hombres y mujeres, traídos de Madrid y muertos a tiros ¡Y el trayecto recorrido era ya de más de treinta kilómetros! El peón caminero no pudo aguantar más y se fue, con su familia, a otro pueblo. En cuanto a la inhumación de dichas personas se practicaba, en cualquier parte del monte bajo, cuando el olor a muerto se hacía molesto.
Una mañana yacían allí dos señoras bien vestidas, pertenecientes, por su aspecto, seguramente a la aristocracia, según me contó un guarda. Con el fin de que no las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los cadáveres detrás de un murete de piedra, lugar en donde, por lo visto, quedaron durante mucho tiempo, hasta que las alimañas se las comieron. Éste episodio se lo conté pocos días después, al ministro Prieto, con el propósito que diera orden de enviar patrullas de la Guardia Nacional montada, para vigilar nuestros alrededores. El ministro parecía haber quedado muy afectado por los datos, tan precisos, que le facilité, y dio la impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el volumen adquirido por semejante criminalidad, porque él, claro está, no veía lo que ocurría, con sus propios ojos como yo. Aún le di cuenta varias veces más de los lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente por las noches y, siempre que se lo denunciaba, me prometía intervenir. Pero lo que yo no podía, era comprobar el éxito de mi gestión y, menos aún, averiguar si hacía lo que yo le indicaba para mandar detener a esos individuos y matarlos a tiros en el mismo lugar en el que cometieron sus crímenes. Por desgracia, no creo que lo hiciera. El Gobierno carecía entonces de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.
Incluso entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos, cundía dicha bestialidad como un contagio. Sólo pocas semanas antes, la población de esta aldea había cortado la carretera, personalmente con sus cuerpos, cuando unos anarquistas, procedentes de Madrid, quisieron sacar de su castillo, situado en el sitio más alto del pueblo, a un conde que desde hacía años, era el benefactor de todo los pobres de la zona. Pero, luego, siguiendo las instigaciones de otra banda anarquista de Madrid, que se estableció en el pueblo, se dejaron llevar de sus instintos sanguinarios y terminaron sacándolo de su domicilio, matándolo por el camino.
Esos pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se transforma en hiena. Las casas del extenso barrio de "villas" u hotelitos, sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban.
Un ejemplo, especialmente terrible de ello, lo tuve una tarde en que me llamó la atención un intenso tiroteo en la ladera de enfrente. Me informaron de que cuatro oficiales de paisano eran objeto de una "cacería", organizada desde El Escorial, donde se les había encerrado con centenares de otros en el Monasterio, del que habían huido. Esos oficiales no habían participado nunca en la lucha, sino que los acontecimientos los habían sorprendido en su veraneo y habían quedado detenidos.
Consiguieron cazar a dos de ellos. Los otros dos habían huido y no los encontraban.
Al día siguiente, el que había sido, durante años, chófer del propietario de un "chalet" de nuestra colonia, iba con el antiguo vigilante del coto de pesca del río Guadarrama, conduciendo por la carretera de El Escorial, cuando le llamaron dos hombres y le pidieron que les llevara a un pueblo, pues estaban heridos. El hombre paró el coche, sacó su pistola y mató a uno, mientras que el vigilante, con su escopeta de caza disparaba sobre el otro. Se trataba de los dos oficiales perseguidos que se habían podido esconder y que ahora, acuciados por la necesidad, creyeron poder contar con la compasión de aquellos hombres. Los dos que dispararon contra ellos habían pasado hasta entonces por personas decentes y se hubieran horrorizado ante cualquier homicidio, tanto más cuando se trataba de dos seres humanos totalmente desconocidos y necesitados de ayuda. Tal era el resultado de la revolución roja que bestializaba a sectores enteros de la población.
Otro ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal. Un chico, que hace doce años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y, ya como trabajador adulto, era persona de toda nuestra confianza, sumamente correcto, aplicado y muy fiel. Dada las relaciones patriarcales que manteníamos entre nosotros, él se consideraba como un pariente más de la familia. Su padre llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en otra empresa. Al principio de la guerra civil, el chico se fue al frente, de miliciano. Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando, me veía yo con su padre y éste me contaba que el muchacho estaba arriba en la sierra al frente de su compañía y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses, este hombre de tan buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta sonrisa de complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había andado buscando por allá arriba al párroco del pueblo, que se había escondido, y le había hecho, muy a gusto, un agujero en la tripa a ese "cerdazo". Antes, ese joven tan apacible y sensato se hubiera horrorizado, sólo con oír contar semejante barbaridad. Pero en aquel momento, ya había caído tan bajo, que él mismo lo cometía y presumía de ello.
La libertad del pueblo, comprada, hasta tal extremo, con la depravación del mismo pueblo, no tendría valor alguno, aún en el caso de que fuera verdadera libertad.
No es, pues, de extrañar que, tras la conquista de los territorios rojos tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste sanara en el futuro.
Por lo que a mí respecta, y en relación con mis bienes, no tuve que padecer en tales circunstancias, porque desde el principio empleé la energía necesaria para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y el sentido de la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo calaba tan hondo, que hasta mi fiel jardinero, de muchos años, que pertenecía el partido socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero que yo no le había contrariado en cuanto a sus ideas, empecé a notar que la relación con él se volvía menos amable, con sentimientos de odio y manifestaciones de repulsa hacia el proceder bestial de los nacionales, como así se lo hacían creer los cuentos con que los rojos sembraban sistemáticamente el terror en las gentes y les animaban a huir, antes de que conquistaran cada pueblo.

Labradores desarraigados
A nuestro pueblo llegaban, casi a diario, en agosto y septiembre, multitudes de gentes a las que los rojos obligaban abandonar sus pueblos de lo alto de la sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se lamentaban de la pérdida de su vaca, gallinas, sus cerdos, que habían tenido que abandonar. La mayoría de las veces venían a pie cargados con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar, unos pocos cacharros, y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir para abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño a ellas. Desde luego no eran rojos, pero sí eran "pueblo" y en su círculo estrecho, habían vivido lo malo y lo bueno. Se habían convertido en víctimas de la furia destructora roja, que quería dejar a los "otros" un país despoblado, sin tomar en consideración el hecho de que, al privar a sus conciudadanos de asentamiento, también les quitaban su resistencia moral. Tenían que convertirse en "rojos"; en parte, por el temor a los "nacionales", que se les infundía y, en parte  precisamente por el desarraigo, la pérdida de tierras, casa y demás bienes.
Este sistema lo aplicaron en todas partes y, más adelante, incluso en las provincias entre Badajoz y Madrid, que tomaron los nacionales. Éstos encontraban a su paso, siempre pueblos vacíos: en todas partes la gente se había visto obligada a abandonarlos, juntamente con los rojos.
En columnas interminables cruzaban Madrid, a pie, en carros de mulas, algunos, prosiguiendo una transmigración miserable, hacia una nueva miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarnecían hasta en socavones en el suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así, levantaron bandera contra ellos -inmigrantes forzosos- y los empujaron más allá todavía; "apartándolos" hacia los pueblos de las provincias  mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión inesperada, que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados y les pregunté: “¿por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado”. Lo primero que decían era: "nos dijeron que al llegar los "moros" matarían a todos los hombres y abusarían de mujeres y niños". Yo les decía: "¿y os habéis creído todo? No sólo vienen moros, sino también españoles y esos son como vosotros, no son bestias... con ellos podéis hablar". “Sí, pero no podíamos decir nada. Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede, lo fusilamos".
No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos entre los que estaban sus cómplices y no había vecino ni labrador respetable que confiara en él. No existía más autoridad que esa; todos los párrocos habían desaparecido, huídos o fusilados.
No había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino, rumbo a lo desconocido, junto con las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que esto exigía.

¿Guerra Civil o bandolerismo?
Los combates se habían iniciado, ya, desde los primeros días, en el Alto del León de la sierra de Guadarrama. Lo tomaron los nacionales y allí se habían hecho fuertes. Desde nuestro jardín podíamos observar los ataques de la Artillería contra la vertiente meridional. A diario nos sobrevolaban numerosos aviones rojos y, muy pocas veces, veíamos algunos procedentes del otro lado. En las primeras semanas, se tenía, en general, la impresión de que la empresa de los nacionales estaba condenada al fracaso. Las dificultades eran demasiado grandes, sus tropas escasas, en cuanto al número. La parte financiera del asunto parecía asimismo carecer de perspectivas. Por ello, se temía, con más horror una revolución bolchevique rabiosa que una guerra civil propiamente dicha, y a la revolución, mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el Gobierno, como también las organizaciones políticas. De momento sólo había un enemigo en la Sierra de Guadarrama, ya que en el propio Madrid, en Alcalá, Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, lo habían vencido totalmente en el más breve plazo. Sólo enturbiaba la seguridad en el triunfo de los rojos, la toma de Badajoz y la dura lucha entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entre tanto se iban llenando, indiscriminadamente, las cárceles con millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y, sobre todo, se practicaba con gran celo la "requisa" de casas y bienes. En este aspecto se produjo una auténtica, y ridícula, competencia entre el Estado, por una parte, y las organizaciones de trabajadores por la otra. Concretamente, ganaban la partida las bandas anarquistas. Era una carrera para ver quién le ponía primero su cartelito rojo a las casas, como en las puertas de los pisos de viviendas privadas donde había un botín que "requisar".
Se dieron casos de "requisas" en que sobre la misma puerta de la casa intervenida, en una hoja pegaban la etiqueta anarquista y en la otra hoja la del Gobierno. Al apropiarse de estos bienes ajenos todos los meses se disponían a cobrar los correspondientes "alquileres" a los inquilinos, que recibían amenazas de unos y otros por haber pagado al primero que llegaba. También utilizaban con mucho rigor el desahucio, cuando se retrasaban en el pago. En definitiva, que hubo muchos que para evitarse serios problemas optaron, aún soportando las dificultades económicas del momento, por pagar a los dos. Esto da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos desaforados. Toda la retórica roja de la revolución en favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad, que ellos tanto denostaban.